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CAPITULO 3: LAGRIMAS DEL PASADO

La mansión Andrew se había despertado alborotada. Los criados iban y
venían de un lado para otro lustrando lámparas, arreglando cortinajes,
limpiando el polvo, encerando suelos, preparando centros de flores...
Todos respiraban entusiasmo, incluso el rostro del señor Madsen
reflejaba un ligero indicio de emoción. Había pasado mucho tiempo
desde la última puesta de largo celebrada en la mansión, casi
veintidós años atrás.

Entonces la señorita Pauna fue la sensación de la temporada, recordaba
el mayordomo mientras organizaba la limpieza de las cuberterías que se
utilizarían durante la cena. El y Hannah eran los únicos empleados que
continuaban al servicio de la familia desde entonces. Aunque para
ambos resultaba doloroso involucrarse en unos preparativos que
contribuían a recordarles la pérdida de aquella querida joven, pensar
en la alegría que reflejarían otro par de ojos lavanda les ayudaba a
mitigar la pena.

Albert había decidido contratar personal extra para ayudar durante ese
día en la organización de la velada y la atención de los invitados.
Más de cincuenta personas estaban trabajando en el interior del
edificio mientras los jardines eran ocupados por el señor Morgan, el
jardinero, y un pequeño ejército de ayudantes que se esmeraban en la
poda de setos y el cuidado de las fuentes. Los pavos reales, que desde
hacía generaciones habitaban los alrededores, se habían guarecido en
sus casetas, presos de agitación y nerviosismo ante los extraños que
habían ocupado sus dominios y los insólitos ruidos procedentes de las
pruebas de fuegos artificiales que estaban teniendo lugar en el
estanque.

La voz de Hannah, potente y confiada, se oía por toda la casa. Todo el
mundo parecía contagiarse de su frenética energía.

* ¿Dónde hay que poner esto, señora? - preguntaba una joven
doncella.

* Vengo de la pastelería O'Donnaghue ¿dónde hay que dejar este
pedido?

* ¿Quién tenía que encargarse de encerar la sala de baile?

Aunque todo parecía inmerso en una distribución caótica, existía en
realidad un orden preestablecido perfectamente dirigido por el ama de
llaves, pletórica ante tanta actividad.

* Lleva eso a la cocina. Retira esas sillas y baja la champanera.
Hay que sacar más brillo a ese juego de copas, Martha. Tú, Doris,
avisa al señor de que acaban de llegar con un encargo de su sastre
-iba diciendo Hannah mientras su rostro se arrebolaba. Sólo
quedaban seis horas antes de que llegasen los primeros invitados.

* Seguro que todo queda perfecto, Hannah. No te preocupes tanto -le
estaba diciendo Annie, quien se había acercado a la mansión esa
mañana para ayudar en la supervisión de los preparativos.

La anciana la miró mientras de sus labios escapaba un suspiro de
infelicidad.

* La casa en realidad no me preocupa, señorita Annie -contestó la
mujer-. El personal es muy eficiente, como puede ver. La que en
realidad me inquieta es la señorita Candy. Salió esta mañana para
ir a trabajar al hospital y, aunque ha pedido la tarde libre, me
temo lo peor. ¡Ojalá llegue a tiempo! El señor Albert no ha
querido decirle que ésta sería algo más que su fiesta de
cumpleaños. Quiere que su sorpresa sea completa. ¿Y si no llegara
a tiempo? ¿Y si no viniera?

Annie intentó desterrar sus miedos.

* No pasará nada, Hannah. Ella sabe que esta noche todos sus amigos
estaremos aquí para agasajarla. No nos fallará.

Espero que así sea, pensaba Annie no obstante pues, conociendo a su
amiga, sabía que era capaz de dejarlos a todos plantados si se le
presentaba una urgencia. En ese momento vio a Albert bajando las
escaleras. El no tuvo dificultad en distinguirla y se acercó a ambas
mujeres esbozando una amplia sonrisa.

* ¡Qué bien que hayas llegado, Annie! Gracias por haberte acercado a
ayudarnos. Como ves, la casa parece un manicomio esta mañana -le
dijo él mientras le ofrecía su brazo-. No sé qué haría si nuestra
Hannah no estuviera aquí para encargarse de todo -continuó,
guiñándole un ojo a la mujer-. Con su permiso, Hannah, le voy a
arrebatar a esta jovencita un momento.

La mujer le sonrió brevemente mientras corría hacia el otro extremo
del salón donde alguien estaba pidiendo su ayuda. Entre tanto, Albert
condujo a la joven a la planta superior de la casa.

-... Acaban de llegar de casa de Mme Bradley con el modelo de Candy
terminado- prosiguió él-. Me sentiría más tranquilo si me dieras tu
opinión. Han tomado como referencia las medidas que yo les dí,
basándome en sus otros vestidos. ¿Crees que me he arriesgado
demasiado? ¿Y si no le estuviera bien?

Annie apretó su brazo y le dirigió una mirada de sosiego.

* No te preocupes tanto, Albert. Tienes un gusto excelente para
vestir a una mujer, seguro que le queda perfecto.

El la condujo hasta la habitación de Candy. Y allí, sobre la cama,
descubrió recostado el vestido más hermoso que había visto en su vida.
No pudo evitar un grito de maravilla.

* Es... Es una preciosidad, Albert.

Annie dejó que su mano resbalara sobre la suave tela de color malva.
El vaporoso tejido cubrió sus dedos y resbaló lentamente hasta que
volvió a posarse sobre el cobertor del lecho. Ella volvió a tomarlo
por el corpiño y lo superpuso sobre su cuerpo. Observó que no tenía
mangas sino que dejaba expuestos hombros y brazos por igual, ciñéndose
al pecho con exquisita elegancia. La falda, de largo tobillero, estaba
formada por varias capas de vaporosas sedas en tonos violáceos y
turquesas, complementadas por un chal también malváceo con reflejos
dorados de finísima textura. Intentó imaginar a Candy luciéndolo. Sus
abundantes y ensortijados cabellos dorados en visible contraste con el
suave morado de la tela; sus pupilas haciendo juego con los reflejos
verdosos de la seda; la pálida y tersa piel de sus hombros
destacándose sobre el delicado chal. Su serena y plácida belleza
brillando con luz propia, como siempre debió haber sido.

La joven sintió un pinchazo de angustia al recordar cómo había
abominado de su amiga cuando la reencontró trabajando en casa de los
Legan, vestida como un humilde mozo de cuadra y durmiendo en las
caballerizas. Sabía que nunca podría perdonarse a sí misma los años de
rechazo que habían seguido aquel encuentro: su obstinación en no
reconocer su condición de huérfana criada en el hogar de Pony, el
olvido de la amistad que la unía a Candy -entonces sin apellido ni
medios económicos- en pro de conseguir la aceptación de las familias
de clase adinerada, su envidia hacia Candy por saberla objeto del amor
de Archie...

Apretó el vestido contra su pecho mientras se obligaba a dominar las
lágrimas.

Intenté usurpar el puesto que te correspondía por derecho cuando
conseguí que me adoptaran los Brighton en tu lugar, Candy, y si bien
ahora me arrepiento de corazón, sé que nunca podré pagar del todo por
el daño que te hice en el pasado, aunque la vida ya se haya encargado
de compensarte. Ni siquiera soportar en silencio el dolor que me causa
saber el lugar tan especial que ocupas en el corazón de mi marido,
puede alejar la sensación de culpa que me corroe. Sé que no soy
merecedora del cariño de Archie por mi mezquindad de corazón, pero
intento reparar mi pecado. De verdad, lo intento. Creo que él nunca me
corresponderá como deseo, con el mismo amor que a tí te profesó en el
pasado, pero procuro quererle con toda mi alma y llevar sola el peso
de mi tristeza. Sé que es mi penitencia y que la merezco, Candy...

Annie se alejó de Albert para evitar que él notara su turbación.

-... Estoy... convencida... de que es el vestido perfecto para ella,
Albert -consiguió decir mientras volvía a colocarlo sobre la cama.-
Realzará su belleza en todos los sentidos.

El sonrió satisfecho.

* Gracias Annie... por todo lo que has hecho por nosotros. Y, sobre
todo, por ser tan buena amiga de Candy

Annie bajó la mirada, intentando que él no descubriera la inseguridad
y la tristeza que provocaban en ella sus palabras. Sólo intento estar
a su altura, pensaba mientras él la conducía de regreso a la planta
inferior, donde continuaban vertiginosos los preparativos para la
noche.

(...)

Las voces de los invitados se elevaban por encima del tenue vals que
la orquesta había empezado a interpretar. Risas gozosas femeninas
mezcladas con algunos carraspeos de incomodidad masculinos, suaves
cuchicheos seguidos de perspicaces comentarios, leves murmullos de
tafetanes, humo de cigarros... se mezclaban en el ambiente
contribuyendo a crear un marco de jovialidad y regocijo.

Tal y como Albert había previsto, los modelos de Annie y Patty habían
causado sensación entre los asistentes. Los vestidos de ambas
ostentaban un largo ligeramente más corto al habitual y Patty incluso
había renunciado al corsé; sin embargo, su apariencia no había perdido
ni un ápice de distinción y recato. Exhibían telas de brocado y
terciopelo respectivamente: Annie lucía adornos de piel de zorro en
los puños de sus largas mangas, Patty se adornaba con una chaqueta
ajustada a su talle que ponía de relieve el alto cuello de cisne de su
traje. La elegancia de sus atuendos era evidente y distaba mucho de la
sobriedad y la ausencia de colorido característicos de la moda
imperante en la ciudad. Pese a que las nuevas confecciones, que habían
empezado a revolucionar la moda francesa a principios de 1919, ya
habían sido exportadas a USA por varios modistos de sobrado renombre,
pocas damas de la alta sociedad de Chicago habían tomado la iniciativa
de alterar su vestuario siguiendo las novedosas tendencias

La señora Mollie Barrington, referencia obligada en cuestiones de
indumentaria para cualquier jovencita a punto de ser presentada en
sociedad, además de puntal básico de la alta burguesía de la ciudad,
comentaba irritada su descontento por la descortesía del señor Albert
Andrew al haber obviado consultar su opinión acerca del atuendo de su
protegida para la velada.

* Creo que ha acudido al Salón de esa desvergonzada modista, Mme
Bradley, para encargar el vestido que lucirá la señorita Andrew
esta noche. Parece ser que Megan Snoward lo vio; la pobre no paró
hasta lograr contármelo. ¿Sabes que deja expuestos el cuello y los
hombros? ¡Me parece indecente! -le dijo en voz baja a la viuda
Grey, observadora puntillosa de los conservadurismos y gran amiga
suya-. La señora Cornwell y la señorita O'Brien también llevan sus
modelos. ¡Qué descaro! ¿Has visto el impúdico largo de sus
vestidos? ¡Llegan sólo hasta media pierna! ¿Como se atreven a
mostrar sus tobillos en público! ¡Y esos calcetines transparentes!

* Creo que se llaman medias, Mollie -respondió la viuda mientras sus
mejillas se ruborizaban-. No te voy a engañar pero el otro día
compré un par, sólo para observarlo de cerca. Aunque sean
indecentes, su tacto es tan delicado y suave...

Mollie abrió los ojos desmesuradamente, sin poder dar crédito a sus
oídos.

* ¿Te las probaste? ¡Tú también, Virginia! ¡No me lo puedo creer! Si
han logrado tentarte a tí, ¿qué podremos hacer? Nos invadirá la
corrupción. Chicago se convertirá en otra Sodoma y todos
arderemos, castigados por el señor.

La viuda Grey escondió su rostro avergonzado tras un abanico, mientras
sus ojos imploraban el perdón de su amiga. ¡Oh, Molly! ¡Qué pasaría si
supieras que hoy llevo puestas ese par de medias! ¿Estaré condenada al
infierno por ello? Muy nerviosa y contrita, dejó que su mirada vagara
por la sala de baile.

No sólo los modelos de Annie y Patty habían causado furor. También
habían surgido chillidos de excitación y sorpresa ante la visión de
ciertas jóvenes fumando cigarrillos en boquilla, encabezadas por la
deslumbrante Jolie McPherson quien, siempre con ánimo de llamar la
atención, había cortado sus abundantes cabellos en una media melena a
la altura de su barbilla, siguiendo la corriente europea. Jolie era la
única hija de un importante banquero de Nueva York y acababa de
establecerse en Chicago; no obstante, ya se había dado a conocer por
sus singulares caprichos y su notable fortuna, convirtiéndose en una
de las herederas más perseguidas por solteros de todas las edades.
Hermosa, inteligente, generosa, su temperamento rebelde había sido
objeto de las duras críticas de sus iguales por no ajustarse a los
cánones establecidos, hecho al que su carácter firme e independiente
había restado toda importancia.

El señor Madsen, en la puerta de entrada, actuaba como chambelán e iba
presentando a los invitados a medida que iban llegando. Relativamente
cerca, Albert, en el hall convertido en improvisado salón de reunión,
actuaba de anfitrión saludando y agradeciendo la presencia de los
recién llegados. Había escogido para la ocasión un chaqué de color
gris marengo con pantalones a juego y una camisa blanca de cuello de
tirilla adornada en el pecho con una fina hilera de chorreras. Su
atuendo, impecable y elegante como siempre, rompía la seriedad de
líneas gracias a la informalidad de sus cabellos, largos y de un rubio
casi blanquecino, que había recogido para la ocasión en una coleta
baja siguiendo un patrón dieciochesco. Su estilizada figura aparentaba
comodidad y serenidad mientras permanecía de pie atendiendo a sus
huéspedes. Nada en el exterior revelaba su preocupación por el retraso
de Candy, que debía haber llegado hacía una hora y a la que había
disculpado alegando un retraso por circunstancias personales. Desde un
extremo de sala, Hannah permanecía atenta a todos los pormenores,
sabiendo dar soluciones a todos los pequeños problemas de última hora
que se presentaban. Pese a todo, la mujer no podía ocultar su
desasosiego por la ausencia de Candy y sus ojos se posaban
inquisitivos sobre Albert quien, de vez en cuando, fijaba en ella su
mirada tranquilizadora.

Patty, que había llegado puntual conduciendo su Ford, estaba hablando
con Maxi Rippendale, un pedante que le habían presentado esa noche,
cuando sintió la mirada interrogativa de Annie sobre ella. Se excusó
un momento, alegrándose de perderlo de vista, y se acercó a su amiga.

* Te he estado buscando desde hace un buen rato, Annie. ¿Dónde te
habías metido? ¿Cómo es que Candy todavía no ha llegado?- Sonreía
mientras hablaba en susurros para evitar que el resto de los
invitados percibiera su turbación.

Annie la cogió de la mano y la llevó a una solitaria balconada de la
sala de baile.

* Tenemos que ir a buscarla, Patty - sugirió Annie.- Tú tienes coche
y no tardarás mucho en llegar al hospital. Tienes que traerla como
sea, Albert no puede seguir dando excusas durante toda la noche.

Patty asintió mientras un movimiento en el jardín llamaba su atención.
Una figura inconfundible estaba corriendo hacia la puerta de servicio.

* No es necesario que nos preocupemos, acaba de llegar.

Annie suspiró mientras se apoyaba en la balaustrada. En ese momento
sintió que una mano rozaba su hombro.

* Querida, ¿qué es lo que te sucede? Has venido corriendo hacia aquí
como una exhalación. ¿Qué te preocupa?

Ella reconoció la agradable voz de tenor de su marido.

* No te preocupes, Archie. Todo se ha solucionado por sí solo. Patty
y yo estábamos preguntándonos dónde andaría Candy pero acabamos de
verla correr por la puerta de servicio hacia su cuarto.

Archie la miró con ternura mientras la abrazaba por el hombro. Es una
esposa encantadora, pensaba. ¡Quién iba a decirme que acabaría
alegrándome de este matrimonio!

* Entonces, mi tontina, ahora que no estás preocupada ¿puedo pedirte
que me concedas este baile? Estás deslumbrante esta noche y sé que
todos los hombres del salón me envidian por monopolizarte - dijo
él aprovechando que habían empezado a tocar otro vals. Ella
asintió mientras pedía disculpas a su amiga con la mirada.

Sabiéndose sola, Patty se dedicó a contemplar a los invitados. Tal y
como estaba previsto, había acudido la flor y nata de la juventud de
Chicago junto con representantes de las familias más conocidas de la
ciudad, además de familiares y amigos de los Andrew. Con el
consentimiento de Albert, y sabiendo que Candy lo preferiría, habían
omitido invitar a los Legan y a la tía-abuela Elroy, quienes en la
actualidad habían establecido su residencia en Boston.

La muchacha amagó un bostezo al tiempo que se acercaba a una de las
mesas de servicio para pedir un cóctel; con el rabillo del ojo observó
que el pazguato de Rippendale caminaba en su dirección e intentó
escabullirse. La fortuna le sonrió cuando encontró abierta una pequeña
sala en la entreplanta, desde allí se podía ver perfectamente el hall
de entrada. Patty se concedió unos momentos de completa soledad y
silencio antes de volver a bajar, mientras esbozaba una sonrisa al
observar cómo Rippendale la buscaba por todas partes sin éxito. Su
mirada se desvió hacia Albert que, en ese momento, se aprestaba a
recibir a otro invitado.

* El señor y la señora Terrence Grandchester -anunció pomposamente
el señor Madsen, mientras media sala se volvía en señal de
reconocimiento hacia los recién llegados.

Albert, casi gritó Patty mientras ahogaba un grito sellando su boca
con las manos. En la curiosidad que la embargaba se había aproximado
casi sin darse cuenta a la baranda de la escalinata que daba a la
planta baja, luchando por entender la conversación que mantenían ambos
hombres. En ese momento unos pasos la sacaron de su ensimismamiento y,
sintiéndose descubierta, se escondió tras unos cortinajes. A pesar de
su respiración acelerada y los atropellados latidos de su corazón,
intentó serenarse lo bastante para asomarse sin hacer ruido,
suficiente para reconocer la estática figura de Candy al pie de la
escalera. Su privilegiado lugar de observación le permitió ver cómo
los músculos del rostro de su amiga habían quedado esculpidos en su
cara, presos de una especie de parálisis, al igual que su cuerpo,
víctima de un súbito entumecimiento.

Es él. ¿Por qué? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué le ha invitado Albert?
No quiero verlo. No puedo dejar que su recuerdo vuelva a ser tan
vívido como al principio o perderé la cordura.

Candy no conseguía desviar la mirada de ambos hombres. De sus ojos
habían empezado a brotar lágrimas sin que ella se apercibiera de ello.
Sólo notaba un frío helador que invadía todo su cuerpo mientras sus
ojos no podían apartarse de la escena que tenía lugar en la planta
inferior.

La figura de Albert había perdido toda su nitidez al lado de la de
Terry, cuyo rostro quemaba las pupilas de Candy como si fuera de
fuego. Nada le parecía real, salvo él. Ella lo observaba con avidez,
sedienta de él, intentando grabar en su mente todos los detalles que
sus ojos eran capaces de captar en la distancia.

Sigue siendo tan esbelto como siempre. Más atlético que la última vez
que lo vi en aquel teatro de mala muerte, quizá. Su mirada tiene un
aire sereno, casi orgulloso, ya no arrastra la tortura que antes la
consumía ni parece velada por el consumo de alcohol. Sus labios han
perdido ese rictus de amargura e impertinencia que dominaban su gesto,
y su sonrisa me recuerda a las que en el pasado prodigaba tan
raramente. Ha madurado, ya es un hombre en lugar de un joven
impetuoso. Creo que nunca ha estado más atractivo...

Albert acercó la mano de Susanna a sus labios, sin llegar a rozarla,
dedicándole un galante cumplido a su belleza. Seguidamente, recibió el
saludo de Terry de manera afectuosa, con un abrazo que sólo dispensaba
a sus mejores amigos. Ambos hombres eran de complexión parecida,
Albert ligeramente más alto y corpulento, Terry levemente más delgado
y de piel más pálida.

- Es un placer que hayáis podido acudir. Terry. Susanna. Deberíais
prodigaros más por Chicago, ya sabéis que la gente os adora.

Terry inclinó la cabeza mientras apoyaba la mano en el brazo de su
anfitrión.

* Gracias por habernos invitado. Teníamos muchas ganas de volver a
veros.

Susanna, de pie junto a su marido, dejó que su cuerpo reposara
levemente junto al de él. Albert, preocupado, se ofreció
inmediatamente a buscarle un asiento donde pudiera descansar. Susanna
le detuvo mientras luchaba contra la sensación de incomodidad que la
embargaba cuando notaba que los demás la veían como a una inválida.

* Hace poco que he empezado a caminar, señor Andrew. Por eso me
canso rápidamente, pero estoy haciendo muchos progresos. ¿Verdad,
Terry?

* Sí, cariño, si hay alguien que pueda conseguirlo ésa eres tú
-respondió él con un leve deje de ternura en la voz.

Incómodo al ser testigo de la involuntaria muestra de cariño entre
ambos, Albert volvió a tomar la palabra.

* Por favor, Susanna, ¿puedo tutearte? Llámame Albert. Siempre he
sido un gran admirador tuyo. Estoy deseando verte actuar de nuevo.
Todos tus seguidores se alegrarán enormemente por tu recuperación.

Susanna no pudo evitar enrojecer ante el piropo. Mucha gente había
olvidado que ella había sido actriz hacía un lustro, y por supuesto
había perdido la costumbre de escuchar comentarios sobre su trabajo.

* Gracias Albert. Mi marido me está ayudando mucho. Mi mayor ilusión
sería volver al teatro dándole la réplica en un papel protagonista
femenino. Los médicos me han prometido que, si sigo mejorando como
hasta ahora, el año que viene podré volver a trabajar.

Albert les dirigió una franca sonrisa y les condujo hacia un corrillo
donde varios invitados los acogieron con notables muestras de júbilo.

Patty continuaba oculta tras los cortinajes cuando se fijó en que
Albert había descubierto la silueta aparentemente inanimada de Candy
sobre la escalinata. Sigiloso y ágil como un felino, no tardó en
encontrarse a su lado, sin que ella notara su presencia, prendida su
atención en la sala del nivel inferior.

La joven oculta no perdió detalle de cómo la mirada del joven se
regalaba con la visión de su amiga, irresistiblemente bella con el
vestido que él le había regalado. El modelo se ceñía perfectamente a
su cuerpo, moldeándolo con innegable atractivo. Su pelo aparecía
recogido en un moño estilo veneciano que dejaba escapar unos rizos
rebeldes, dándole un toque de picardía a su rostro. Sus mejillas
estaban arreboladas y sus labios entreabiertos, dejando escapar su
respiración agitada.

Nunca había visto Albert a Candy tan hermosa. Sus ojos quedaron
atrapados por la visión de su cálida belleza. Su único deseo en aquel
momento era abrazarla y cubrir de besos sus temblorosos labios. Se
aproximó en silencio hasta ella, temeroso de romper el hechizo, y sólo
la razón le hizo desistir de su empeño. Candy no sólo no le veía sino
que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Supo que ella había sido
testigo de la llegada de Terry, supo que ni siquiera era capaz de
apartar los ojos de él y se obligó a sí mismo a alejarse unos metros
para evitar que ella captara su angustia.

Desde su escondite, Patty pudo ver cómo el rostro de Albert se
contraía en una mueca de dolor y, cómo sólo gracias a un gesto supremo
de su voluntad, retomaba el control de sus reacciones y camuflaba sus
sentimientos bajo una máscara de impasibilidad. Fue entonces cuando él
se permitió aproximarse a Candy de nuevo.

* ¿Qué haces aquí arriba sola, querida? -le dijo en un susurro, en
un intento por no asustarla.

Ella desvió un instante la mirada, sin ver realmente nada, pero
atraída por el familiar sonido de la voz.

* Yo...- acertó a decir la joven.

Albert se acercó muy lentamente hasta ella, tranquilizándola con sus
palabras; la tomó de los hombros y la retiró de la escalera, temeroso
de que perdiera el equilibrio debido al shock que acababa de sufrir.
Ella se recostó sobre su hombro mientras él la conducía al salón de
fumar y la hacía sentar en un sillón. Se sentó enfrente de la joven y
le tomó las manos, que comenzó a frotar entre las suyas para hacerlas
entrar en calor.

* ¿Por qué le has invitado a venir, Albert? -le preguntó, perdida la
mirada en las ascuas de la chimenea.

* Tenía que hacerlo, Candy. Al fin y al cabo, es el Duque de
Grandchester. Hubiera sido una grave falta de etiqueta no hacerlo
-respondió él sin mirarla.

Ella fijó toda su atención en el hombre, mientras sus ojos destellaban
de cólera.

* ¿Desde cuándo te importa a tí la etiqueta, Albert?

El levantó la cabeza para contemplarla y había dureza en sus ojos
cuando volvió a hablarle.

* Tienes razón. Ha sido una excusa estúpida.

Candy se incorporó, profundamente irritada.

* ¿Entonces por qué?

El joven se arrellanó en el sillón y encendió un cigarro, sin perder
detalle de ninguno de sus movimientos.

* Era necesario que volvieras a verlo. No puedes permanecer
escondida en tu caparazón para siempre. Has de enfrentarte a tus
recuerdos y asumir la realidad. Sólo así podrás ser feliz de
nuevo.

Ella le dirigió una mirada irónica.

* ¿Por qué no lo has consultado conmigo? ¿Crees saber mejor que yo
lo que me conviene?

Albert asintió mientras la contemplaba con fijeza.

* Desgraciadamente, lo creo. Y por lo tanto, ahora mismo, vas a
secarte esas lágrimas. Bajarás conmigo al salón. Todos llevan más
de una hora esperándote.

La muchacha se revolvió confusa.

* ¡No me obligarás a bajar!

La mirada de él sólo reflejaba determinación. Ella le miró furiosa.
Los pensamientos de Candy estaban dominados por una avasalladora
sensación de angustia y enojo. Lejos quedaban ya de su mente, en ese
momento, las palabras de agradecimiento que había pensado dedicarle
por el maravilloso vestido que le había regalado. ¡Oh, Albert, no
esperaba esto de ti! ¿Cómo es posible, tú que siempre has sido mi
consuelo, mi solaz, mi refugio?

Albert, por su parte, consiguió ahogar a duras penas sus sentimientos
mientras se levantaba de su asiento y sacudía las arrugas de sus
pantalones.

* Tienes los ojos húmedos. Por favor, sécalos antes de que bajemos.

Candy se enjugó las lágrimas e intentó recomponer su maltrecho
maquillaje al tiempo que se contemplaba en un espejo. Albert le dio la
espalda. Asomado al ventanal de la habitación, admiraba los juegos de
luces que habían sido colocados en las fuentes del jardín. Sentía que
una tristeza absoluta invadía su corazón, pero amuralló sus sentidos
para conseguir defenderse. No puedo dejar que ella me vea así. Sólo
hasta esta noche, hasta entonces resistiré todo lo que sea necesario.
Sabía que iba a ser de esta manera desde el principio... Su voz era
serena cuando volvió a hablar.

* Aunque no te lo había dicho antes, ésta no es sólo tu fiesta de
cumpleaños. Se trata también de la celebración de tu puesta de
largo, ocasión con la que pretendo darte a conocer públicamente a
toda la sociedad de Chicago como miembro por derecho de la familia
Andrew. Mañana dejaré de ser tu tutor oficialmente, dado que has
llegado a la mayoría de edad legal.

Candy no le escuchaba. Cuando se volvió para mirarlo, él ya había
abierto la puerta de la estancia y aguardaba. Albert la contempló unos
instantes antes de empezar a bajar, le sonrió en señal de aprobación y
le ofreció su brazo. Ella lo tomó y se dejó guiar hasta la sala, donde
permanecían aguardándolos todos sus invitados.