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CRUCE DE CAMINOS

CAPITULO 1: OPONIÉNDOSE AL DESTINO

Sentado al volante de su vehículo, Albert recorría las principales
calles de Chicago mientras sus pensamientos se centraban a medias en
la circulación y en la próxima cita que iba a mantener con su abogado.
Desde que se había visto obligado a ocuparse del legado de los Andrew,
hacía cuatro años, su vida se había convertido en un infierno. Llegar
a la mayoría de edad prefijada en el testamento de su padre, William
Albert Andrew, había dado un giro completo a su vida al cumplir
veintitrés años.

Albert arrugó el entrecejo mientras evocaba la figura de su
progenitor, un padre que no había llegado a conocer pero cuya
presencia se le hacía tan real como la de los edificios que le
rodeaban. Sus ojos se entretuvieron un instante en la contemplación
del maravilloso verdor que empezaba a inundar las ramas de los árboles
tras superar la breve muerte invernal. El intenso color le recordó
unos radiantes ojos esmeralda que lo habían contemplado con infinito
amor y ternura.

Pauna, hermana mía. ¡Qué duro tuvo que ser para tí perder a papá
cuando sólo eras una adolescente! ¡Cuánto tuviste que odiarme por
haber sido el causante de la muerte de mamá cuando nací! Pero siempre
fuiste tan buena conmigo. Eras como una flor, bella y efímera como la
primavera. Y Anthony te hacía tan feliz...

Ni siquiera la frescura ni la luminosidad de esa mañana de principios
de primavera era capaz de alegrar los funestos pensamientos de Albert.
La monotonía de sus días al frente de los negocios de la familia; la
constreñida sociedad de Chicago, tan hipócrita y preocupada por los
bienes materiales y los cotilleos; el peso de la responsabilidad, el
tener que estar a la altura de las expectativas..., convertían su vida
en una prisión de la que no sabía cómo escapar.

Si tan sólo tuviera la valentía de seguir los dictados de mi
conciencia y de mi corazón, pensaba mientras descendía de su automóvil
frente al edificio de la prestigiosa firma de abogados Weston &
Associates.

Al contrario de lo que se esperaba de uno de los más importantes
magnates de la industria norteamericana, William Albert Andrew Jr
continuaba manteniendo un estilo de vida sencillo, casi austero. Su
indumentaria, aunque elegante e impecable, demostraba despreocupación
por la moda y un mayor interés por la funcionalidad y la simplicidad
de líneas. Sus cabellos, que había vuelto a dejar crecer, caían
despreocupadamente sobre sus hombros, contribuyendo a darle un aire de
informalidad alejado de los cánones preestablecidos por la
tradicionalista sociedad de Chicago.

Aunque Albert prestara poca atención a los chismes que
irremediablemente circulaban sobre él, dada su notoriedad pública, lo
cierto es que se había ganado una reputación de inconformista que
acentuaba el aire de misterio que rodeaba su persona. Su poco activa
participación social, su reticencia a acudir a las numerosas veladas
organizadas por sus pares, las escasas ocasiones en las que se
permitía organizar reuniones en su villa -situada en una de las zonas
residenciales más prestigiosas de la ciudad-... contribuían a
granjearle numerosas miradas de curiosidad, no exentas de respeto por
la meticulosidad con la que gestionaba su fortuna. El que no se
prodigara en los círculos de moda añadía mayor interés a sus visitas,
bienvenidas tanto por los caballeros, que respetaban su criterio y
opiniones, como por las damas, enamoradas de su atractiva apariencia y
chispeante sentido del humor. Anfitrión cortés e invitado perfecto,
despertaba la admiración de toda la alta sociedad de Chicago, deseosa
de disfrutar más regularmente de su compañía, e incluso la aprobación
de aquellos escépticos que habían vaticinado su fracaso como hombre de
negocios debido a su juventud y falta de experiencia.

Weston & Associates había representado legalmente a los Andrew desde
hacía tres generaciones. Montgomery Weston, el presidente de la firma,
había sido además amigo íntimo del padre de Albert y había asumido la
custodia legal del pequeño a la muerte de sus progenitores. Aunque
Pauna se había hecho cargo de los cuidados de su hermano, acogiéndolo
bajo su techo cuando contrajo matrimonio, Montgomery había sido su
tutor hasta los veintiún años, momento en que asumió la totalidad de
los derechos y obligaciones que le correspondían como cabeza de
familia, tal y como dispuso su padre en testamento.

Montgomery y Albert habían mantenido una estrecha amistad a lo largo
de los años pese a no haberse visto con excesiva asiduidad, y, de
alguna manera, el primero había ocupado en la vida del joven la figura
del padre que no llegó a conocer. Cuando Pauna falleció, dejando a su
hermano en la más completa desolación a la edad de trece años, su
tutor le había aconsejado inscribirse como estudiante en el Colegio
St. Paul de Londres. Rodeado de muchachos de su misma edad, en un
ambiente radicalmente distinto al de su hogar, pudo Albert empezar a
olvidar su tragedia y reencontrar el sentido de su vida.

El joven entró en el inmueble y saludó con cortesía a la
recepcionista.

* ¿Qué tal se encuentra hoy, señora Stewart? ¿Cómo es posible que
cada vez que vengo por aquí la encuentre más hermosa?

Ella, una matrona pasada la cincuentena, le sonrió con cariño; en sus
ojos chispeaba la diversión que le provocaba el inocente galanteo.

* Creo que las próximas Navidades te regalaré unas gafas, Albert.
Aunque si fueras capaz de verme tal y como soy, tus visitas
perderían todo interés.

* Es usted demasiado humilde-contestó él con una media sonrisa-.
Seguro que ha roto al menos varias decenas de corazones en la
última semana, por no hablar de los niños que se habrán convertido
en devotos admiradores suyos después de haber escuchado alguno de
sus estupendos cuentos.

Al oír sus palabras, la mujer vio delante de ella al niño que había
sido Albert hacía más de quince años. Educado, amable, sensible,
dotado de una sabiduría impropia de su edad. Había adorado que ella le
contara historias mientras aguardaba a que el señor Weston le
recibiera en las escasas ocasiones en las que el niño se dejaba ver
por el despacho.

* Sí, pero ninguno de ellos sabe darme el pago que yo exijo por
ellas. ¿Recuerdas? Un cuento contra una canción - comentó ella
mientras le observaba con aire de complicidad.

* Claro que lo recuerdo, cómo podría no hacerlo. Aún me pregunto
cómo era usted capaz de aguantar los ruidos que lograba arrancar
de la gaita que me había regalado mi hermana.

Candy tenía razón, parecía una jaula de grillos, pensó él por un
instante.

* Era una armonía maravillosa, Albert. No te engañes. Siempre has
estado dotado para la música. Te aseguro que ponías una gran
pasión en ese extraño instrumento escocés. Parecías un bardo de la
época del gran Wallace entonando su despedida antes de la batalla.

El se cuadró delante de ella e intentó imitar a un melancólico juglar
escocés, mientras arrancaba de su garganta tristes notas similares a
extraños chirridos arrítmicos.

* No hagas tonterías, Albert -consiguió decir la señora Stewart
mientras intentaba controlar las carcajadas-. Es una pena que ya
no traigas nunca música a este despacho. De todas formas, sólo he
conocido un niño al que de verdad le gustaran mis historias. Y ese
niño se ha convertido en un hombre que ya no necesita a una vieja
como yo para entretenerse.

* Exagera, señora Stewart -le susurró él mientras se sentaba a
medias sobre el escritorio de la mujer-. Precisamente mi vida es
de lo más aburrido.

* Será porque quieres-le dijo ella con un guiño.

Albert fingió indignarse.

* Pero bueno. ¿Qué clase de ideas pasan por esa cabecita
calenturienta?

Ella bajó el tono de su voz.

* Aunque no debería prestar oídos a las habladurías, sé de buena
tinta que más de una jovencita estaría más que dispuesta a que la
cortejaras.

Por un momento, una sombra nubló la sonrisa del joven. Sólo duró un
instante, ni siquiera la señora Stewart tuvo ocasión de darse cuenta.

* No sólo eres un buen partido -continuó ella-. Además eres un
hombre muy atractivo. Seré la primera en alegrarme cuando decidas
convertirte en un hombre casado.

En ese momento sonó el teléfono. Albert se incorporó mientras la
señora Stewart le indicaba por señas que el señor Weston le aguardaba
en su despacho; se despidió de ella con una sonrisa cargada de afecto
y empezó a subir las escaleras que conducían a la primera planta del
inmueble. Montgomery Weston le estaba esperando frente a la puerta de
su despacho.

* Albert, mi querido muchacho -le saludó mientras le invitaba a
entrar.

El despacho olía a madera y a cigarro. Albert se sintió por un momento
atrapado por el recuerdo de un adolescente que acudía a visitar a su
tutor.

* ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó mientras lo atrapaba en un
caluroso abrazo. ¿Y tu preciosa protegida? Con lo bien que marchan
tus asuntos financieros y tu perfectamente organizada vida
personal, supongo que ésta es tan sólo una visita de cortesía.
Eres demasiado serio para tu edad, muchacho. Tu padre estaría
orgulloso de tí. Tanto como lo estoy yo. Ser tu tutor ha sido
demasiado fácil.

Ambos tomaron asiento en el gran sofá donde siempre habían conversado.
Al contemplar de nuevo al abogado, Albert se dio cuenta de que éste
había envejecido, del mismo modo que él ya no era un joven atado a un
custodio sino un adulto dueño de sus propias decisiones. Ello le dio
fuerzas para terminar de convencerse de que la decisión que había
tomado era la correcta.

* ¿Te apetece un brandy, un whisky?- le invitó Montgomery.

* Gracias Monty, pero es demasiado temprano para mí para empezar a
beber -respondió Albert mientras quitaba de la manga de su
chaqueta una inexistente mota de polvo.

Montgomery le dio unas palmaditas en el hombro.

* Como quieras, pero me parece que no deberías privarte de los pocos
placeres de que puede disfrutar un caballero. Creo que te tomas la
vida demasiado en serio considerando que sólo tienes veintisiete
años. Ah, antes de que se me olvide. La próxima semana mi mujer da
una fiesta en honor de mi hija que cumple dieciocho años. ¿Por qué
no vienes acompañado de Candy?

Albert se quedó pensativo unos segundos. ¿Era posible que Melissa
fuera ya casi una mujercita? Eso le recordó que Candy estaba a punto
de cumplir veintiún años. Su cumpleaños es en mayo, dentro de cinco
semanas exactamente.

* No sé si podré Monty. Ese es precisamente el motivo de mi visita.
Estoy pensando en hacer un viaje, y tengo bastantes preparativos
por delante. Además quiero organizar una fiesta en honor de Candy.
Aunque ya sabes que pienso que muchas de las tradiciones de la
alta sociedad de Chicago son victorianas y están pasadas de moda,
creo que es una buena idea que Candy disfrute de una noche
dedicada especialmente a ella. Ahora que ha llegado a su mayoría
de edad, todos deben conocerla como miembro de la familia y
atribuirle los derechos que por ello le corresponden. A partir de
ese momento no me necesitará como tutor. He dispuesto que ese
mismo día pasen a su nombre ciertas propiedades y le he asignado
una estipendio anual que le permita cubrir todas sus necesidades.

Monty le sonrió con aprobación.

* Eso está muy bien, Albert. Y un descanso te vendrá estupendamente.
No has hecho más que trabajar durante los últimos cuatro años y
tienes que aprender a disfrutar un poco más y a trabajar un poco
menos. Supongo que Melissa comprenderá que no puedas asistir. A
esa edad, las mujeres sólo piensan en flirtear y tendrá montones
de admiradores de los que preocuparse.

Albert se incorporó y se acercó a la ventana. La calle estaba llena de
viandantes: vendedores de periódicos voceando el primer número de la
mañana, brokers con caminar frenético dirigiéndose a la Bolsa,
oficinistas camino de sus despachos. Montgomery, acostumbrado a los
repentinos silencios de Albert, se relajó mientras mentalmente hacía
balance de lo que sería su jornada laboral ese día. Sus pensamientos
se interrumpieron cuando Albert volvió a tomar la palabra.

* Lo cierto es que estoy cansado de vivir en Chicago. Quiero
marcharme de aquí, pero no sé por cuanto tiempo. Podría ser por
varios años. Por eso he venido a verte hoy, Monty. Eres un
fabuloso hombre de negocios y quiero que te hagas cargo de la
gestión de mis asuntos hasta que decida regresar.

La sonrisa de Montgomery se congeló en sus labios. Lo que estaba
oyendo no podía ser cierto. Su mente danzaba vertiginosamente mientras
intentaba buscar una argumentación que le hiciera desistir de su
decisión.

* Salvo los cinco años que viví por mi cuenta alejado de todo lo que
significaba ser un Andrew -prosiguió Albert-, siempre he intentado
cumplir la voluntad de mi padre y seguir tus consejos como tutor.
Dejarme vivir ese tiempo a mi manera ha sido el mejor regalo que
me has hecho, Monty. Cuando acabé mis estudios en el St. Paul, a
los dieciocho años, me prometiste la libertad a cambio de dos
cosas: que estuviera dispuesto a asumir mi legado cuando llegara a
la mayoría de edad legal, y que estudiara Derecho. Viví a mi modo,
sin restricciones, cosa que te agradezco, pero también cumplí mi
promesa. Estudié Leyes, y también la vida animal porque los
animales son mi pasión. A los veintitrés años me hice cargo de mi
herencia y de las responsabilidades que llevaba aparejada. Sin
embargo, han pasado ya cuatro años y no soy feliz. No quiero
seguir viviendo así.

Albert suspiró mientras continuaba contemplando el exterior. Sintió
que un gran peso se liberaba dentro de su alma mientras su corazón
gritaba de júbilo al imaginar lo que podría hacer con su vida a partir
de ese momento. Libre al fin, pensó.

Monty se acercó a él en silencio y puso una mano sobre su hombro. El
joven se giró para mirarlo y no pudo evitar que sus esperanzas
sufrieran un revés cuando sus ojos encontraron los de su anciano
tutor.

* Sabes que eso no puede ser, Albert - le escuchó decir mientras su
corazón se encogía al comprender que Montgomery nunca le
entendería-. Yo soy el primero que desearía que fueras feliz,
libre de decidir tu destino a tu manera. Pero no puedes negar lo
que eres ni tampoco tus obligaciones. Si me dejara llevar por mi
afecto, te diría que siguieses tus verdaderos deseos pero, como
hombre de honor que soy, no puedo permitírtelo. Sería un mal
consejero si no te advirtiera del error que estás cometiendo. No
tengo autoridad para impedírtelo, ciertamente eres dueño de tu
destino, pero no eres libre de descargar el peso de tu
responsabilidad sobre los hombros de otro. Mucha gente depende de
tí, Albert. De tus decisiones, de tu sentido de la oportunidad, de
tu instinto para los negocios. Tienes cualidades de sobra para
desempeñar el papel que te ha tocado representar. Además de una
gran capacidad profesional. Mal consejero sería yo si no te
hiciera ver la pérdida que supondría prescindir de un hombre de
negocios tan válido como tú. Dispones de una fortuna que puede
ayudar a cambiar la realidad social que nos ha tocado vivir... No
puedes desprenderte de tu carga porque es justo que pese sobre tus
hombros. Además yo ya soy un viejo. Carezco de tu empuje, tu
entusiasmo, tus ideas para poder hacer con tu fortuna algo
provechoso. Podría gestionarla en tu ausencia, eso sí, pero tu
padre quería que la fortuna de los Andrew ayudara a cambiar el
mundo. Y creo que en el fondo también tú quieres lo mismo. ¡Eres
tan parecido a William! Sólo un hombre como tú podría conseguirlo.
¡Puedes hacer tantas cosas!... Reflexiona sobre ello, Albert,
antes de tomar una decisión. Weston & Associates puede gestionar
tus negocios, puede ayudarte a incrementar tu capital, pero nunca
podrá tomar decisiones en tu lugar que ayuden a transformar la
sociedad. Eso sólo puedes hacerlo tú.

Albert comprendió la verdad que encerraban las duras palabras de su
viejo amigo. Pero ello no ayudó a aligerar la opresión que sentía en
el fondo de su alma. Notó que un escalofrío recorría su cuerpo al
pensar que tendría que pasar toda la vida encadenado a su fortuna y a
responsabilidades que no deseaba. Sin embargo, su sentido del deber se
manifestaba en desacuerdo y una profunda tristeza le invadió. Incapaz
de sustraerse a la sensación de melancolía que reflejaba el joven,
Monty intentó llegar a una solución satisfactoria para ambos.

* Creo que necesitas un descanso, muchacho. Te lo digo en serio. Has
trabajado sin parar estos últimos meses. Tómate unas vacaciones,
el tiempo que necesites, y reflexiona sobre todo lo que hemos
estado hablando. En ese plazo yo gestionaré personalmente todos
tus asuntos. Sé que tomarás la decisión más correcta para todos...
Y ahora déjame invitarte a esa copa. Creo que los dos la
necesitamos.

(...)

La mansión estaba silenciosa. La escasa servidumbre que Albert
mantenía, ya que era hombre de pocas necesidades, se había retirado
hacía ya varias horas. Sólo él permanecía despierto, sus aposentos
iluminados eran la única nota de color en el obscuro edificio. Su fiel
Capucine descansaba acurrucada a sus pies mientras él leía uno de los
documentos que debía revisar esa noche. Había tomado la decisión, de
acuerdo con Montgomery, de tomarse un año para meditar sobre su
situación y dar respuesta a las dudas que le mortificaban y
contribuían a su infelicidad actual. Ultimar sus asuntos le llevaría
al menos dos meses. Suficiente para hacer sus preparativos y asegurar
la posición de Candy en la familia. Después pensaba embarcar rumbo a
Africa.

Cuando estudiaba Zoología en la Universidad, se había sentido
extrañamente fascinado por la fauna africana, especialmente por los
grandes antropoides que se decía habitaban en grupos familiares en los
volcanes de Virunga, en el Zaire, al norte del lago Kivu. Estudiar a
los gorilas en su hábitat natural se le antojaba una experiencia no
sólo excitante sino de gran interés científico por la escasa
documentación que hasta la fecha había publicada sobre el tema.

Albert no pudo evitar sonreír ante la perspectiva. Notaba que la
sangre se aceleraba en sus venas y sus pensamientos se arremolinaban
siguiendo cursos inexplicables. Se sentía lleno de energía, de
proyectos, de ilusión. Imaginaba cómo sería vivir dependiendo
únicamente de sus fuerzas e ingenio, alejado de la civilización y sus
estúpidas rigideces. Vivir en comunión con la Naturaleza, en un
ambiente idílico y salvaje, disfrutando de los atardeceres más
maravillosos de la tierra. Apreciando el instante, alegrándose de
procurarse el sustento con sus propias manos...

La ensoñación en la que se encontraba sumido le impidió darse cuenta
de que la puerta de su dormitorio se abría y dejaba pasar una figura
silenciosa. Sólo el roce de una mano sobre su hombro consiguió sacarle
de sus meditaciones.

* ¿En qué estabas pensando Albert? -preguntó una voz femenina
enérgica y dulce a la vez-. Parecías tan feliz que me ha sabido
mal molestarte.

Albert cogió el dorso de su mano y lo besó mientras sus labios se
entreabrían en una cautivadora sonrisa.

* Mil perdones, mi dama Candy. No te había oído llegar. ¿Has cenado
ya?

Ella se encogió de hombros revelando su despreocupación.

* La verdad es que no, Albert. No he tenido tiempo ni de pensar en
cenar. Había tanto trabajo en el hospital... Estoy muerta de
cansancio.

El frunció el ceño y la contempló muy serio.

* Candy ¡qué niña eres a veces! Tanto preocuparte por tus pacientes
y te olvidas de tí misma. ¿Cómo vas a tener fuerzas para trabajar
si no te cuidas? Ahora mismo vas a bajar conmigo a la cocina y te
calentaré algo. Creo que Hannah te ha dejado algo preparado.

Candy hizo un gesto de total agotamiento y se dejó caer en una silla
cercana.

* Pero Albert... Es que estoy tan cansada que no creo que pudiera
comer nada.

El la cogió de la mano mientras su rostro indicaba que no se daría por
vencido. Candy dejó que la condujera sin oponer resistencia mientras
sus ojos se entrecerraban.

* Trabajas tanto o más que yo, Albert -le susurró mientras bajaban
las escaleras-. Son más de las dos de la madrugada, ¿cómo es que
no te has acostado ya?

El la miró divertido mientras le estrechaba la mano. Era una mano
pequeña y fuerte, acostumbrada al trabajo duro. Irradiaba calor, como
toda ella.

* ¿Cómo iba a acostarme antes de saber si habrías cenado? A veces
eres tan despreocupada respecto a tu salud que me asustas, Candy -
le dijo mientras entraban en la cocina.

Tal y como Albert había previsto, Hannah había dejado preparados
varios bistecs y una ensalada. Aunque pensaba que no tenía apetito,
Candy empezó a picotear de la ensalada antes de que Albert tuviera
tiempo de pestañear.

Sentada a la mesa mientras él calentaba la carne, ella comenzó a
relatarle las incidencias del día, como tantas otras noches había
hecho. La cocina se había convertido en su lugar de reunión desde que
habían vuelto a vivir juntos hacía cuatro años, cuando él había
impedido el odioso enlace que la tía-abuela Elroy le había preparado
con Neil Legan. Ese había sido el mejor regalo que él había podido
hacerle. Ese e invitarla a vivir con él en su villa de Chicago, donde
ambos podían atender sus obligaciones profesionales y, al mismo
tiempo, disfrutar de su mutua compañía, que tanto bien les había hecho
en el pasado, cuando Albert se recuperaba de su amnesia.

Charlar con él tras una dura jornada de trabajo y observar su destreza
en la cocina la llenaban de la agradable sensación de sentirse en
casa, segura y protegida. El parecía saber siempre cuáles eran sus
necesidades, anticipándose a sus más mínimos deseos. De alguna manera,
suplía a los padres y hermanos que nunca había tenido. El era su
familia, y eso la llenaba de gozo.

* ¿Sabes que Flammy ha regresado? -siguió comentando ella-. Fue
condecorada con la medalla al valor hace tres años, cuando acabó
la guerra. Ahora es enfermera-jefe en nuestro departamento de
Cirugía. Creo que a pesar del tiempo que ha pasado, sigo sin
caerle bien. ¡Pero es tan buena enfermera! Estoy muy contenta de
trabajar a sus órdenes. Si hubiera tenido el valor de seguirla al
frente...

Candy no pudo ver el rictus de miedo que cruzó fugaz por el rostro de
Albert, ya que él le daba la espalda. Sólo imaginar que la vida de
Candy hubiera podido correr peligro hacía que el corazón se le
encogiese de temor. Sin embargo no dijo nada, había aprendido desde
pequeño a ocultar sus temores a los demás. Tampoco deseaba asustar a
la muchacha; le había costado mucho conseguir que Candy le confiara
sus preocupaciones, acostumbrada a lidiar sola con sus problemas.

* ... Ella siempre me decía que yo era una enfermera frívola, más
preocupada en coquetear que en trabajar -comentó ella, ajena a los
pensamientos de Albert.

* Esto ya está -dijo él mientras se acercaba a la mesa con un plato
humeante entre las manos. Lo colocó delante de la muchacha
mientras le daba un beso en la mejilla.- Y no te preocupes por
Flammy, pronto se dará cuenta de que eres una excelente enfermera.
Yo soy la prueba viviente de ello.

Mientras hablaba, Albert se había sentado al lado de Candy y había
comenzado a pelar una naranja. Ella le miró con seriedad.

* Albert... Gracias -le dijo ella en un susurro, su voz casi una
caricia, casi inaudible salvo para él-. Gracias por cuidar de mí
durante estos últimos años. Gracias por estar a mi lado,
ayudándome a superar tantas dificultades. Si no hubiera sido por
tí, me habría muerto de pena cuando supe que Terry se había casado
con Susanna. A pesar de que creía que había superado mi amor por
él, creo que siempre me acompañará, allá donde vaya. Ahora es casi
un rumor sordo, lejano, no la tempestad que me ahogaba antes.
Gracias por soportarme, no debe haber sido nada fácil.

El volvió su rostro hacia ella, intentando transmitirle toda su
comprensión, deseando que el tiempo no pasara tan lentamente y sus
heridas hubieran tenido tiempo de cicatrizar del todo.

* Candy -le susurró él-. El tiempo ayuda a curar las heridas, todas
las heridas. Y tú eres una mujer fuerte. Estas llena de vida, de
ilusión. Algún día volverás a enamorarte. Eso no significa que
olvidarás a Terry, de la misma manera que no creo que él haya
podido olvidarte a tí. Aprenderás a ser feliz con su recuerdo y
éste provocará en tí ternura por el gran amor que tuviste la
oportunidad de vivir, en lugar de vacío, tristeza y lágrimas que
has de esforzarte en no derramar.

Ella supo que lo que él le decía era verdad, también supo que le dolía
pensar que alguna vez podría dejar de amar a Terry. No quiero
encontrar a nadie más. Quiero vivir siempre con su recuerdo. Pero
¡duele tanto!

* ¡Albert!- gritó ella, ahogándose en sus lágrimas mientras
enterraba su rostro entre las manos-. ¿Por qué? ¿Por qué no puedo
olvidarle?

El guardó silencio pero abrió sus brazos y ella se refugió en ellos,
entregándose a su infierno personal. Sentada sobre sus rodillas,
ocultó el rostro en su camisa, empapando el tejido con ardientes
lágrimas de pena, de frustración, de dolor. El se limitó a permanecer
inmóvil, acunándola, acariciando sus cabellos, tarareándole una
antigua melodía escocesa, hasta que ella se sumió en una tranquila
duermevela. Fue entonces cuando él la llevó en brazos hasta su cuarto
y la arropó entre sus sábanas.

Todo pasará, Candy. Te lo prometo. Y un día volverás a ser
completamente feliz.