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CAPITULO 8: UN HOMBRE, UN SUEÑO

Una ráfaga de viento lo golpeó furiosa levantando los pliegues de su
kilt al tiempo que, impúdicamente, ponía al descubierto sus fuertes y
musculadas piernas, prietas contra los ijares de su montura. Como si
de una señal se tratara, sus manos, de largos y firmes dedos, tomaron
con confianza las riendas instando a su caballo a un frenético galope
por la desnuda y vasta planicie que se extendía, aparentemente
irreductible, ante su vista.

La velocidad que alcanzó el animal casi llegó a cortarle la
respiración, pero la sensación de libertad que invadió su alma
compensó con creces la peligrosidad de la carrera. Sentía cómo su
cuerpo cortaba el aire, cada pequeño átomo de su ser en tensión, todo
él fustigado por el esfuerzo; las mejillas arreboladas por el
ejercicio, la respiración agitada, la mirada brillante y ardiente
enfocada en el horizonte, anhelante de gozo. Plena de ese deleite
profundo del que disfruta del ahora sin pensar en el mañana, sedienta
del instante presente, vibrando intensamente con cada latido del
corazón.

Centauro veloz, dos seres: hombre y animal, formando una única
entidad... componiendo un bello cuadro lleno de sensualidad, virilidad
y energía. El piafar del hermoso garañón haciéndose eco de los
rítmicos jadeos de su jinete; marcados y cincelados los músculos de
ambos cuerpos, sudorosos ante la intensidad de la cabalgada; una
sonrisa en el gallardo rostro masculino reverberando en forma de
gracioso mohín en los belfos de la bestia...

Me siento bien... Por fin, me siento bien. Liberado. Como una hoja en
blanco, virgen, preparada para ser manuscrita... La vida es un regalo
demasiado precioso para desperdiciarlo. No tengo derecho a dejarme
abatir por la aflicción. Tengo que ser fuerte, tengo que luchar por mi
propia felicidad. Sólo he de tener fe en mí mismo. Sé que si mis
sueños tienen la suficiente fuerza acabarán por hacerse realidad. Y
podré tocar las estrellas con la punta de mis dedos...

Los rayos del sol del mediodía incidieron momentáneamente en el arco
de visión del jinete, cegándole. Frenó al animal hasta ralentizar su
marcha a un trote marcial, sin dejar de acariciar con mano experta sus
crines castañas, a fin de tranquilizarlo, mientras oteaba el
horizonte.

Ante su vista se extendían varios centenares de hectáreas de terreno
dedicadas al pastoreo de ganado. Mucho más lejanos pudo distinguir
algunos campos reservados al cultivo de cereal. Las mieses refulgían
al ser iluminadas por el astro rey como si fueran joyas expuestas para
ser admiradas por cualquier ojo atento. Albert suspiró de placer,
encandilado por la belleza del paisaje. Se consideraba un hombre de
mundo, un viajero impenitente, pero en el fondo de su corazón sabía
que nunca llegaría a amar ningún lugar tanto como aquel pedazo de
tierra del estado de Michigan...

William H. Andrew I había sido un joven lleno de sueños y proyectos
que abandonó su Escocia natal a mediados del s. XVIII a la búsqueda
del sueño americano. No obstante, nunca había podido olvidar su
patria, las Highlands abruptas y salvajes donde había nacido. El amor
por la tierra y el característico orgullo escocés habían sido los
principales legados que había dejado a sus herederos, y William A.
Andrew V no era una excepción.

Sus ansias de libertad, su espíritu rebelde, su incapacidad de
adaptarse a las normas no eran sino reflejo del alma indómita de sus
antecesores...

* ¿Cómo crees que será el Zaire, Godo? - inquirió risueño a su joven
corcel mientras desmontaba -. He leído mucho sobre esa tierra. Se
dice que es un país de contrastes, donde la sequedad de la sabana
combina con la rutilante presencia de densos bosques ecuatoriales
de exótico follaje. Una tierra donde caen súbitos aguaceros
capaces de convertir un desierto en un vergel paradisíaco. Un
lugar donde, cada anochecer, el sol declina rodeado de un aura de
luces multicolores y donde el mítico rayo verde de las leyendas
escocesas puede verse rozando las copas de los árboles justo en el
efímero instante en que la dorada corona desaparece tras el
horizonte...

El caballo piafó a modo de respuesta mientras su jinete le daba unas
palmaditas cariñosas en el lomo. Fue entonces cuando se dio cuenta de
que el animal estaba algo falto de entrenamiento y, no queriendo
someterlo a un esfuerzo excesivo, decidió hacer un alto antes de
proseguir su camino hasta la vecina finca de los Weston. Había sido
invitado a una cacería en honor de los esponsales de la hija
primogénita de Montgomery y, pese a que atender compromisos sociales
no entraba dentro de sus planes, se había visto obligado a aceptar
para no ofender a su antiguo tutor y amigo.

Tomando a Godo de las riendas, caminó a su lado hasta encontrar un
árbol que daba amplia sombra y bajo el cual se cobijaron del sofocante
calor. Albert dejó que se entretuviera paciendo entre los matorrales
cercanos mientras él secaba sus sudorosas ijadas. Por un breve
instante sintió que lo miraba; sus inteligentes ojos expresando un
mudo mensaje de confianza, inundándolo de una calidez que no había
vuelto a sentir desde que su adorado Ruano muriera...

Nublado por la sensación de nostalgia, el joven apoyó su rostro contra
el cuello del bayo y dejó que todo su ser se colmara con el rítmico
latido del poderoso corazón que palpitaba en el interior del semental.

* Eres una bestia noble, Godo - le susurró.

Las orejas del caballo se movieron en dirección a la voz y por un
momento permanecieron expectantes, llenas de una extraña comprensión.
Albert lo cosquilleó bajo el bocado y deslizó un terrón de azúcar en
su lengua que fue recibido con un relincho de satisfacción. El animal
tenía tan sólo tres años, pero era muy vigoroso y había sido bien
entrenado por Archie, quien con frecuencia visitaba la finca a tal
fin. Albert siempre se había negado a mantener monturas propias y las
tres únicas que ocupaban los establos de Lakewood desde hacía cuatro
años pertenecían a su sobrino.

Acabados sus cuidados, el joven examinó el paraje con el fin de ubicar
su posición y ruta. Su aguzado instinto de observación le descubrió un
familiar altozano detrás del cual, si la memoria no le fallaba,
encontraría una senda que lo llevaría directamente a su destino.
Tranquilizado, se sentó a la sombra.

Para esa celebrar esa ocasión tan importante, había decidido vestirse
con el traje de gala de los Andrew, y ahora dudaba de que hubiera sido
una buena idea. Se sentía agobiado por el bochorno. La señora Parsons,
la gobernanta, se había esmerado en conservar la prenda en impecable
estado pese a que llevaba más de un año sin utilizarla. La última vez
que lo había vestido fue con ocasión de la Misa que cada año se
oficiaba por el alma de Stear...

El joven se desabrochó la chaqueta y se quitó la camisa para que se
secara, ya que estaba empapada en sudor. Observó satisfecho que su
piel había adquirido un tinte bronceado gracias al constante ejercicio
al aire libre. Esa misma mañana había comprobado al afeitarse que
habían desaparecido de su semblante los surcos de preocupación y que,
en su lugar, se perfilaba una expresión tranquila y lozana. Su auto
impuesto retiro había sido un acierto. Aunque había adelgazado
ligeramente, la prenda lo disimulaba, dándole un aspecto realmente
elegante y apuesto.

Volvió a ponerse la chaqueta para no enfriarse y, ociosamente, se
tumbó colocando las manos detrás de la nuca, a modo de almohada. El
dorado de su cutis hacía que en su rostro resaltara especialmente el
azul magnético de sus pupilas. Sus pestañas, largas y oscuras, le
conferían una expresión angelical sólo matizada por la sensualidad de
sus labios, llenos y carnosos, plegados en una semisonrisa fascinante
y seductora.

Pese a su delgadez, todos los músculos de su cuerpo se habían definido
con rotundidez en los últimos días ya que, además de dedicarse al
estudio, se había concentrado en prepararse físicamente para el duro
viaje que tenía proyectado. Equitación, natación, atletismo,
escalada... Había practicado esas disciplinas deportivas a lo largo de
su vida y había retomado su adiestramiento. Su primera experiencia en
el continente africano le había enseñado la importancia de la forma
física para la supervivencia en circunstancias hostiles.

En mi primer viaje a África apenas me atreví a abandonar la comunidad
de investigadores en la residía. Temía demasiado por mi seguridad, por
las personas que dependían de mí. Esta vez será diferente. He dejado
resueltos todos mis asuntos y, si algo me sucediera... Bueno, si algo
me sucediera, nadie se vería perjudicado gravemente por mi causa.

Albert había dejado de engañarse y empezaba a afrontar con
desapasionamiento la realidad, especialmente tras su conversación con
George, quien le había devuelto la confianza en las posibilidades de
sus nuevos horizontes. La idea de la separación, conforme pasaban los
días, le parecía menos traumática y dolorosa. Los años que había
pasado amando a Candy se le antojaban una ilusión evanescente. De
alguna manera, la infatuación de la joven por Terry había dejado de
preocuparle. Era una mujer adulta, capaz de tomar sus propias
decisiones. Si su elección era resignarse a vivir eternamente sumida
en sus recuerdos, él no podía hacer nada para impedirlo.

Candy había dejado de ser su pupila. Pensando en el pasado sentía que,
más de una vez, se había entrometido gratuitamente en su vida sin que
ella lo necesitara, es más, sin que ella se lo pidiera. Había creído
adivinar sus necesidades, conocerla mejor que ella misma, pero se
había equivocado radicalmente. Había llegado a un punto en el que
dudaba de que su influencia en los últimos tiempos hubiera sido
beneficiosa para la muchacha. Debía dejarla libre. No sólo por su bien
sino por el de ella misma. Había tardado demasiado tiempo en darse
cuenta de que ella era independiente, de que estaba preparada para
vivir su propia vida sin interferencias. Ahora tenía la oportunidad de
enmendar su error. Ambos estaban listos para empezar de nuevo por
separado.

Aunque había proyectado su viaje primordialmente con objeto de que la
distancia pudiera ayudarle a olvidar sus sentimientos; las
circunstancias le habían hecho tomar conciencia de que la separación
era la única salida para ambos. Habían llegado a un punto sin retorno.
Las cosas nunca podrían volver a ser como habían sido en el pasado.
Era inútil fingir lo contrario. Cada uno debía tomar su propio camino
y encontrar la felicidad.

Ya había tomado las disposiciones legales necesarias para que ella
contara con una cuantiosa renta propia, mediante la cesión en
propiedad de la mansión Lakewood y sus tierras circundantes. Aunque él
amaba la casa y sus bosques, era un lugar plagado de dolorosos
recuerdos, muchos de ellos asociados a la joven, y le parecía justo
que se hiciese cargo de la finca. Siempre que deseara volver
dispondría del Refugio de los cazadores, cuya titularidad no había
transferido.

Por un momento, Albert recordó con satisfacción la expresión arrobada
en los rostros de la anciana Srta Pony y la encantadora Hermana María
cuando, días antes, había ido a comunicarles la noticia. La última
gestión patrimonial relevante que le quedaba por hacer antes de su
marcha: la creación de un nuevo y modernizado Hogar para Huérfanos
dotado de las más recientes innovaciones, y la construcción de un
hospital infantil adjunto para la atención de los niños.

Candy, espero sinceramente que un día puedas encontrar la dicha. No he
podido borrar las cicatrices de tu corazón como deseaba, pero creo que
he sabido darte una ilusión por la que vivir. Sé que volcarte en un
proyecto que te entusiasme será la mejor medicina para ti. Estoy
convencido de que, un día no muy lejano, llegará a tu vida ese hombre
especial con el que compartirás todas tus ilusiones. Y te devolverá la
sonrisa para siempre...

Contrariamente a sus expectativas, Albert no sintió el menor atisbo de
celos cuando su mente invocó esa imagen. Sabía que se alegraría
sinceramente cuando ella reencontrara la alegría, aunque fuera en
brazos de otro. Notaba que su alma estaba sanando. Muy pronto estaría
preparado para regresar a Chicago y enfrentarse a la joven sin
remordimientos.

(...)

La residencia de verano de la familia Weston era acogedora y familiar.
El pórtico de entrada daba paso a un camino empedrado a cuyos lados se
extendían numerosos parterres y grupos de frutales que propiciaban una
agradable sombra en las calurosas tardes de verano. A lo lejos se
distinguía un estanque, cercano a una amplia veranda rodeada de
rosales, que en ocasiones se utilizaba como piscina y junto al cual se
había erigido un magnífico mirador, heredero del estilo victoriano,
desde el que se podía admirar el valle sobre el que se alzaba, solemne
y protector.

La puerta principal de la casa estaba abierta, y Albert, con el hábito
que da la costumbre, entró en la vivienda sin anunciarse. Monty no era
amigo de los formalismos y solía hacer de sus fiestas en el campo
reuniones alejadas de la pompa y ceremonia imperantes en Chicago. El
interior estaba sobriamente decorado pero con exquisito gusto.

* Bienvenido -lo saludó el anciano en la distancia. Nada más ver al
joven, se había dirigido presuroso hacia él para darle un caluroso
abrazo.

Albert esbozó una amplia sonrisa y le devolvió el gesto con efusión.

* El placer es enteramente mío -respondió con sinceridad-, máxime
tratándose de una ocasión tan señalada. No sé qué va a ser de tu
vida cuando tus tres hijas se casen, Monty. Vas a echar
terriblemente de menos tu papel de cicerone.

* Para nada muchacho, para nada... -bromeó su anfitrión mientras lo
tomaba del brazo y lo conducía al salón principal-. Aunque no te
negaré que resulta duro criar a tres preciosidades con todo el
mimo del mundo para que luego te las arrebaten. Estoy seguro de
que Melissa no tardará en seguir los pasos de su hermana... Al
menos aún me quedan algunos años antes de que la pequeña Cecilia
se haga lo suficientemente mayor como para darse cuenta de que hay
hombres mejores que su padre.

Monty le cedió el paso y ambos entraron en una amplia habitación
inundada de luz donde algunos corrillos de invitados charlaban
animadamente. Albert descubrió varias caras conocidas y preparó
mentalmente algunas sencillas respuestas para las preguntas de rigor
que no dudaba le serían formuladas. Aunque su viaje a África no había
sido aún anunciado oficialmente, sabía que la noticia se había ido
filtrando con toda seguridad en ciertos círculos. Por mucho que
detestara los convencionalismos, no debía descuidar el hecho de que él
era el líder de una de las familias más influyentes del país y de que
el buen éxito de sus negocios dependía en buena medida de la eficacia
de su labor como relaciones públicas.

Casi todos los asistentes vestían elegantes y cómodos trajes de
montar, usufructuarios de la moda británica. Sombreros de copa
forrados de terciopelo oscuro, chaquetas sobrias largas hasta la
rodilla y pantalones estrechos ceñidos, los varones; elegantes boinas
adornadas con llamativas plumas de faisán, entalladas toreras
ajustadas a la cintura, largas faldas de algodón estampadas con
alegres cuadros escoceses, las mujeres.

Monty estaba a punto de presentarle a un conocido armador de San
Francisco cuando una vivaz figura femenina se colgó de su cuello.

* ¡Albert! ¡Albert! ¡Has venido! ¡Qué contenta estoy de volver a
verte!

El muchacho la tomó de la cintura mientras la volteaba con energía.

* ¡Pero si se trata de la pequeña Melissa! ¡Tan impulsiva como
siempre!

Ella se apartó de él, mohína y disgustada, al mismo tiempo que su
padre los observaba divertido.

* Ya no soy la "pequeña" Melissa, Albert, he cumplido dieciocho
años. Soy una mujer, por si no te habías dado cuenta... Además te
recuerdo que no viniste a la fiesta de mi puesta de largo. Me
siento muy decepcionada.

El le guiñó un ojo y colocó un pulgar bajo la barbilla de la joven con
expresión pensativa.

* Hum... Ahora que lo dices... Es probable que sí hayas dejado de
ser una niña. Tienes un par de graciosas arruguitas en las
comisuras de los labios.

La muchacha suspiró audiblemente y se separó de él, en actitud de
enfado.

* Eres imposible, Albert.

El joven la obsequió con una bella sonrisa que puso de relieve la
gallardía de sus facciones y ella supo que sería capaz de perdonarle
todo.

* Papá, ¿me dejas que te lo arrebate unos minutos? - preguntó
melosa, segura de la respuesta-. Me gustaría hacer de anfitriona
para Albert. Ya es hora de que le demuestre que he dejado de ser
la niña que él se obstina en considerarme.

Sin esperar a que su padre contestara, la muchacha lo tomó del brazo y
casi lo arrastró tras de sí. El sólo pudo encogerse de hombros y pedir
disculpas a Monty con la mirada antes de sumirse en la vorágine que
suponía ser personalmente atendido por la bulliciosa joven.

Ávida de causar una agradable impresión en su acompañante, ella
desplegó todo su encanto mientras continuaba presentándole a los
invitados, la mayoría de ellos desvinculados de los círculos de moda
de Chicago. Había varios caballeros de edad avanzada, amigos íntimos
de la familia Weston, un grupo de jóvenes admiradores de las hijas de
su anfitrión y un conjunto de muchachas que suponía pertenecían al
círculo íntimo de amistades de Laura y Melissa. Agradecía que su
pizpireta guía lo estuviese presentando como a un viejo amigo de su
padre en lugar de como al heredero de la fortuna Andrew. A pesar de
todo, estaba convencido de que, antes de que acabara el día, su
parentesco se desvelaría por fin y estaría condenado a presenciar más
de una docena de miradas lánguidas y sugerentes invitaciones por parte
de todas las mujeres casaderas presentes en la velada.

George tenía razón. Debía encontrar una mujer con la que compartir su
vida si quería evitar esas odiosas situaciones. Dado que era un
millonario famoso, lo complicado no era encontrar candidatas sino
encontrar a alguna que se enamorara de la persona y no de la fortuna.
Suponía que la única alternativa era contraer matrimonio con una mujer
tan rica como él, o no hacerlo en absoluto.

Se encontraba conversando con Laura Weston y su prometido, a quienes
felicitaba por su compromiso, cuando algo tiró de su manga desviando
su atención.

* Oye, ¿por qué usas esa falda tan rara? Porque tú eres un chico,
¿verdad?

Albert bajó la mirada y se encontró con una preciosa personita que lo
observaba maravillada con sus inmensos ojos verdes. No tardó en
reconocerla, Cecilia Weston.

* Me parece que aún no nos han presentado formalmente, milady -le
respondió serio mientras se arrodillaba para ponerse a su altura-.
Mi nombre es Albert pero ¿quién es la encantadora dama con quien
tengo el placer de conversar?

La niña, orgullosa de que un adulto la tratara con el mismo respeto y
deferencia que a sus hermanas mayores, le sonrió radiante.

* Soy Cecilia Weston y tengo ocho años. Encantada de conocerte - le
dijo mientras le hacía una reverencia formal.

* Lo mismo digo, señorita. Siempre es un placer conocer a damas tan
encantadoras como tú en una fiesta - respondió él al tiempo que
tomaba la pequeña manita y depositaba un fugaz beso en su dorso.

La niña no pudo contener un gritito de satisfacción. Con sus palabras,
Albert acababa de ganar en su corazón el premio al caballero más
galante, simpático y apuesto de la fiesta. Estaba decidida a que se
convirtiera en su pareja, disputándoselo al resto de las damas.

* ¿Quieres venir a ver a mi potrilla? Se llama Lucille y nació hace
dos meses. Papá todavía no me permite montarla porque dice que aún
es muy joven para soportar mi peso - le preguntó ilusionada
mientras tironeaba nerviosa de su manga.

* No seas maleducada, Cecilia -intervino Laura, ceñuda-. Deja de
molestar a nuestros invitados. Sería mejor que no te separaras de
tu institutriz. Debe estar preocupada buscándote.

La niña arrugó su naricita mientras intentaba sofocar el nudo que se
le hizo en la garganta al escuchar las duras palabras de su hermana.
Las lágrimas pugnaban por escapar de sus ojos pero no deseaba que
nadie las viera, así que dio media vuelta y huyó de la casa sin mirar
atrás.

La odio. Se cree que ella es la más importante porque se va a casar.
Todo el mundo tiene que estar pendiente de ella. Ya estoy harta. La
odio, la odio. Yo no estaba haciendo nada malo. Sólo le estaba
preguntando a Albert por su falda... Laura es tonta, tonta, tonta.

Cecilia ocultó su rostro entre las manos cuando notó que no podía
contener más los sollozos. Estaba en algún lugar del jardín. Seguía
corriendo y no podía ver bien el camino. Finalmente se detuvo, la
respiración irregular, agotada por el esfuerzo.

* Eres muy rápida para ser tan pequeña...

La voz masculina la sobresaltó, girándose tan bruscamente que estuvo a
punto de caer. Albert la aferró entre sus brazos.

* No sé para qué me has hecho correr tanto, sólo quería que me
enseñaras a Lucille - dijo sonriente mientras le extendía su
pañuelo.

Ella lo tomó y se secó las lágrimas que empapaban su rostro
churretoso.

* ¿Vamos? -le ofreció el joven mientras la tomaba de la mano.

Cecilia no se hizo de rogar y lo condujo hasta las caballerizas. Para
cuando llegaron, la niña ya había recuperado su buen humor y las ganas
de hablar. Nada más atravesar las puertas de entrada, ella se soltó y
fue corriendo hacia uno de los boxes, haciéndole señas al joven para
que la siguiera. Cuando se asomó al interior del habitáculo, lo
primero que llamó la atención de Albert fue el extraño olor a heces
que enrarecía el aire. La potrilla era ciertamente una hermosura pero
sus ojos tenían un extraño color amarillento y su hocico estaba
impregnado de una densa baba blanquecina.

Ajena a esos detalles, la niña acercó al animal un capazo relleno de
avena que éste rechazó obstinadamente, sorprendiéndola.

* ¡Qué raro! -comentó la pequeña-. Siempre ha tenido buen apetito...

Albert sabía que los síntomas que había observado no hacían esperar
nada favorable pero temía asustarla.

* No te preocupes, Cecilia. Es sólo que está asustada porque no me
conoce. ¿Qué te parece si la dejamos tranquila y volvemos dentro
de un rato a ver si ya ha perdido el miedo?

La chiquilla aceptó de buena gana sus explicaciones y se dejó conducir
de vuelta a la sala, donde aguardaban el resto de los invitados.
Casualmente habían empezado a servir varias bandejas de entremeses y
ella se distrajo ayudando a las doncellas con los preparativos.
Albert, viendo a Monty en la distancia, se encaminó en su dirección.

Ese animal está muy enfermo. Hay hacer algo para ayudarlo, pensaba.

* Señor Andrew, ¡qué agradable sorpresa! -oyó que alguien lo
saludaba.

El apenas se giró para ver a su interlocutor, murmuró una breve frase
de saludo y continuó su camino. Su mente estaba absolutamente
concentrada en adoptar medidas inmediatas para aliviar a la joven
yegua enferma. La expresión de preocupación en su rostro fue evidente
para Monty quien, excusándose ante el grupo con el que conversaba,
hizo un aparte para escucharle.

* Siento haberte interrumpido, pero creo que este asunto merece
atención inmediata.

El hombre mayor lo miró, sin comprender.

* Cecilia me ha mostrado por casualidad a su potrilla hace unos
instantes. Creo que deberías llamar a un veterinario. Es grave.

* ¡Eso es imposible! Ese animal recibe los mejores cuidados. Mi hija
lo adora, siempre está pendiente de él -respondió Monty con
seriedad.

* Ya sabes que no te alarmaría de no ser algo urgente. Si quieres
que ese caballo pase de esta noche, hazme caso. Mientras tanto,
estaré en las cuadras vigilando su estado. Procura que tu hija no
se acerque por allí - le dijo antes de darle la espalda.

De regreso a las caballerizas, Albert se detuvo para pedir a una de
las doncellas varias toallas y una palangana de agua caliente. Las
llevó él mismo hasta la entrada del box y se quedó allí, esperando. La
potrilla estaba oculta en un rincón, nerviosa, intimidada ante la
presencia del desconocido. Su oscuro pelaje estaba húmedo por la
fuerte transpiración, sus cortas crines sucias y despeinadas...

El joven se quitó la chaqueta y la dejó colgada de una argolla
cercana. Se arremangó la camisa color crema con movimientos muy lentos
y empezó a hablarle dulcemente, manteniéndose alejado.

* Hola Lucille... Soy Albert... He venido a cuidar de ti...
Tranquila, muchacha... No voy a hacerte daño... -murmuró
suavemente.

El tono sosegado de su voz hizo que el animal abandonara la esquina en
la que se había refugiado, pero continuó manteniendo una respetable
distancia. Sus jadeos aumentaron en intensidad y Albert dedujo que
tenía dificultades respiratorias. Mantenía sus vidriosos ojos abiertos
con esfuerzo y fijaba su atención en los objetos circundantes de un
modo antinatural, como si se le nublara la visión. Al mismo tiempo,
sus extremidades oscilaban indecisas, en un intento persistente de
encontrar el equilibrio.

Albert sabía que su curación dependía en gran medida de que pudiera
empezar a atenderla de manera inmediata pero temía al mismo tiempo
que, si la obligaba a aceptar sus atenciones bruscamente, el
nerviosismo sumado a su precaria condición física la condujeran a un
peligroso estado de shock.

Fue entonces cuando las palabras retornaron a su memoria, palabras que
creía enterradas, palabras había relegado al olvido, sabedor de que su
destino era otro y no el que deseaba.

"Tienes un don, joven sanador..."

La voz grave, de extraño acento, reverberó en su mente como si las
palabras acabaran de ser pronunciadas. Rostro arrugado, mandíbula
desdentada, piel morena y andrajos. Torso desnudo surcado de
cicatrices, flacas piernas y aquella mirada... Sobre todo la mirada.
Albert no recordaba haber visto unos ojos tan expresivos, tan intensos
en toda su vida. Ojos tan humanos, tan llenos de sabiduría y
comprensión.

"En tu interior late un extraordinario potencial que debes aprender a
desarrollar, que irá creciendo dentro de ti"

Su primer viaje a África, la comunidad de zoólogos, y su primera
víctima: una cría de elefante tullida a la que no pudo salvar de la
Muerte. La culpa, sobre todo la culpa. Había fallado. Por eso lo dejó,
por eso se alistó en el Ejército y dejó África... a pesar de las
palabras de ese hombre. Nunca antes las había recordado, era curioso
que lo hiciese ahora.

"Llama a tu yo interior, busca su esencia, encuéntrate a ti mismo
dentro de esa criatura y, cuando lo hayas hecho, ella reconocerá a su
mensajero..."

Desde entonces, nunca había vuelto a pensar en aquel hombre y en sus
palabras. Había seguido estudiando el mundo animal pero nunca había
vuelto a intentar curar. ¿Y si la potrilla moría? El viejo le había
dicho que era un sanador. Pero Albert jamás había podido creerle.

Soy un estudioso, sólo eso.

Sin embargo, había demostrado valentía delante de aquel león, en
Chicago, cuando la vida de Candy estuvo en peligro...

"Enfrenta tus temores, supera el miedo, deja que tu energía fluya..."

Dongo, así se llamaba el león. Había buscado una respuesta en su alma
y la había hallado. Aquella vez había tenido éxito. Pero curar,
¿curar? ¿Se atrevería? ¿Podría aceptar el fracaso? ¿Estaba preparado
para aceptar la Muerte?

Albert entornó los párpados y se concentró profundamente. Buscó
ávidamente en su interior y halló una reserva de fuerza que no creía
poseer. Debía ser valiente. Arriesgarse... Si no, nunca podría empezar
de nuevo... y no alcanzaría su sueño.

El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que consume el
espíritu en lentos compases entretejidos en un vórtice inexorable.

El miedo mata la mente...

Mata la mente...

Visualizó un lugar vacío, ausente de formas y colores, cerrado a
emociones y agobios procedentes del exterior, hermético a sonidos y
movimientos... Un lugar donde se sentía completamente sosegado. Un
remanso espiritual radiante de luz y serenidad en el que recreó dos
figuras: la suya, cual corriente de agua fluyendo cálida y suave, y la
de la joven Lucille, a quien percibió como una presencia distante y
ajena. Deseó acercarse hasta ella y se sintió manar por un imaginario
cauce en su dirección, cada vez más cerca, cada vez más rápido. A
medida que se aproximaba notaba cómo el frío lo invadía mientras se
precipitaba en el interior de una negrura que parecía desear ahogarlo,
despiadada. En un intento por evitar ser absorbido por ese espacio
compuesto por caos y vacío, él se aferró obstinado a la fuerza
acogedora que emanaba de su propio interior. La exteriorizó
compartiéndola con el ser sombrío al que rodeaba, sintiendo cómo éste
se transfiguraba y se franqueaba para él. Entonces le susurró palabras
apacibles que disiparon la oscuridad que lo envolvía y sintió cómo la
criatura le permitía el acceso a sus recuerdos, compartiendo con él su
propia naturaleza.

Se sintió transportado a una vasta pradera donde pastaba una yeguada,
donde las hembras cuidaban a sus crías al tiempo que el único macho
vigilaba tenso los alrededores preparado para responder inmediatamente
ante el ataque de cualquier depredador. Percibió cómo él mismo se
sumaba a la pacífica comunidad, participando de sus mismos instintos y
anhelos: el desvelo de las madres por sus potrillos, el ardor y la
bravura del joven semental... Supo que Lucille lo guiaba a través de
su memoria genética, mostrándole aquello que daba sentido a su propia
naturaleza y dictaminaba su comportamiento animal. Había comulgado con
su esencia y ahora estaba preparado para ayudarla...

(...)

Jolie McPherson se sintió profundamente humillada cuando Albert pasó
de largo sin siquiera reparar en su presencia.

Pero, ¿quién se ha creído que es? No tiene ningún derecho a tratarme
de forma tan descortés. ¿Por qué me ha ignorado de forma tan
desconsiderada? Fue extremadamente atento conmigo en su fiesta. ¿Por
qué ha fingido no reconocerme ahora? ¿Quizá porque fui demasiado audaz
con él cuando nos conocimos?

Melissa Weston se dirigió hacia su invitada, pero el comentario
gracioso que pensaba hacerle murió en sus labios cuando observó que su
pretendida oyente estaba completamente absorta en sus propios
pensamientos y no le estaba prestando la menor atención. Al principio
se encolerizó pero, tras pensarlo con más calma, convino en que no le
interesaba enemistarse con la neoyorquina. Tener a Jolie McPherson
como amiga aumentaba su propio prestigio en Chicago y no estaba
dispuesta a perder su favor por una tontería.

* Jolie -le susurró con su voz más meliflua-. El traje de montar que
has elegido para hoy te sienta realmente bien. No sabes lo mucho
que me alegra que hayas podido asistir hoy a esta pequeña
celebración familiar.

Su interlocutora salió de su ensimismamiento al notar cómo tiraban
suavemente de su mano.

* Perdona, Melly, creo que me he distraído un momento. ¿Me decías?

Melissa le dedicó una sonrisa afectada.

* Nada, nada importante, Jo. Sólo que me alegro de que estés hoy
aquí.

Jolie la tomó de los hombros y le dio un ligero abrazo.

* El placer es mío. Ya sabes que llevo poco tiempo viviendo en
Chicago, y aún no he podido hacer verdaderos amigos. Contar con tu
amistad es algo muy valioso para mí.

La joven Weston le dio un beso en la mejilla sin dejar de exhibir la
más sincera de las sonrisas que guardaba en su repertorio personal. Si
tu supieras, pensaba. No terminaba de creerse que Jolie fuera tan
ingenua. Tan mundana y tan inocente al mismo tiempo. Pobrecita. Aún te
esperan algunas sorpresas en Chicago.

* He visto que Albert Andrew salía de la casa hace un rato. ¿No se
va a quedar a la cacería?

Las preguntas de Jolie siempre solían ser directas. Melissa observó
que aunque había pronunciado cada palabra con absoluta indiferencia,
un leve rubor teñía ligeramente sus mejillas poniendo al descubierto
la dulzura y vulnerabilidad de sus rasgos.

Así que nuestro querido Albert te gusta. Es muy conveniente saberlo.
El rostro de Melissa era la viva imagen de la candidez. No eres la
primera y me temo que tampoco serás la última. Muchas mujeres se han
enamorado de él desde que lo conozco, pero él sólo tiene ojos para
Candy. ¡Pobrecito Albert! La única mujer que él ha amado y la única
que no le corresponde. Sería para reírse sino resultara tan
patético...

* Oh, ¿Albert? -fingió preocuparse seriamente-. No, no creo que se
marche aún. Acaba de llegar.

Jolie se quedó pensativa unos instantes.

* Por casualidad ¿está Albert Andrew comprometido? -preguntó con
total ausencia de emoción, tan sólo sus oscuras pupilas se
dilataron, acentuando la intensidad de su mirada.

Melissa no pudo evitar encontrar divertido el fingido disimulo de su
compañera, pero le respondió con igual indolencia.

* No, pero -y entonces acercó sus labios al oído de su compañera,
como si le fuera a revelar una secreta confidencia- hay quien dice
que nunca se comprometerá con nadie hasta que no consiga sacarse
de la cabeza a su pupila, Candice Andrew.

¿Candice?¿La muchacha menuda de ojos verdes en honor de la cual se
celebró aquella fiesta en la mansión Andrew? Pero yo ví cómo ella
besaba a Terrence Grandchester, el actor, en los jardines... No lo
entiendo.

Los bellos ojos oscuros parecieron iluminarse por una extraña luz. Se
sentía confundida. Por un lado deseaba convencer a Albert de que la
llevara con él en su expedición, deseaba que se tragase su estúpido
orgullo y su machismo, porque estaba segura de que ésa era la razón de
su oposición aunque él lo negara, deseaba abofetearlo por haberla
ignorado... y por otro lado, deseaba... deseaba... Ni siquiera se
sentía capaz de confesárselo a ella misma. Quería que esos nobles ojos
azules la miraran como si ella fuese la única mujer sobre la Tierra,
quería escuchar esa intensa voz pronunciando su nombre con afecto,
quería... ¡Maldita sea! ¿Se estaría enamorando de él? Si apenas habían
compartido unas pocas palabras... Entonces ¿por qué le preocupaba que
estuviera enamorado de Candice? ¿por qué había querido saber si estaba
comprometido?

Había pensado mucho en él desde aquella fiesta. De hecho no había
podido sacárselo de la cabeza. Estaba el asunto del viaje al Zaire,
pero... El también la intrigaba. Y quizá demasiado. Si conseguía
convencerlo de que la llevara con él, ¿interferiría en su trabajo la
creciente atracción que sentía? No lo sabía, pero estaba dispuesta a
exponerse.

Mucha gente pensaba que era una mujer atrevida, despreocupada, segura
de sí misma, osada. Sólo ella sabía que en realidad se trataba de una
pose, de una máscara tras la que se refugiaba. En su fuero interno era
tímida, demasiado tímida, sobre todo a la hora de demostrar a los
demás sus verdaderos sentimientos. Odiaba ser herida y se había
construido a su alrededor una coraza defensiva que la aislaba del
dolor emocional y que muy pocos eran capaces de atravesar. La
verdadera Jolie era una desconocida para casi todo el mundo.

La joven se dio la vuelta intentando ocultar sus facciones a Melissa,
consciente de que en aquel momento se sentía muy vulnerable. Advertía
que lo único que las unía a ambas era el mutuo interés y no se dejaba
engañar por el falso afecto que la otra le demostraba. Sabía que si
casualmente llegaba a adivinar que Albert Andrew era para ella algo
más que un capricho, podía convertir su vida en un infierno.

En un intento por ganar tiempo para restablecer su calma interior,
Jolie se apartó de la joven intrigante con la primera excusa que se le
vino a la cabeza. Dio una vuelta por la sala y se quedó contemplando,
ausente, los jardines. Aunque algún invitado trató de incluirla en
alguna conversación intrascendente, ella participó poco y escuchó aún
menos. Todos sus sentidos seguían pendientes del regreso de Albert.

Muy cerca de ella, sorprendió una conversación entre Laura Weston y su
padre, que se mantenían ligeramente apartados del resto de los
comensales. Aunque el tono era reservado y apenas trascendían algunos
susurros, la joven pudo captar algunos fragmentos del diálogo.

* ... regrese Albert ... comienzo... el almuerzo... están empezando.

* ... potrilla de Cecilia ... el veterinario. Ya sabes cómo es
Albert.

Jolie no necesitó escuchar más. De repente todas sus dudas adquirieron
un nuevo significado. ¡Qué injusta había sido al juzgarle!

Es un hombre bueno y generoso. En ningún momento tuvo la intención de
ofenderme. Sólo estaba preocupado por ese pobre animal.

De repente, todas las piezas del puzzle estuvieron perfectamente
claras en su mente. Si Albert Andrew se estaba ocupando de un animal
enfermo, ¡ésa era su oportunidad para demostrarle que podía ser
valiosa para él como ayudante! Salió del salón con toda la calma de
que pudo hacer gala, considerando que todas las fibras de su cuerpo
estaban tensas como cuerdas de arpa, y al divisar a una doncella
corrió hacia ella para preguntarle la ubicación de los establos.

* Sígame señorita -le respondió-, precisamente yo voy para allá. El
señor Andrew me ha encargado que le lleve este balde de agua
caliente y varias toallas.

Jolie asintió. De repente se le ocurrió una idea mejor, y detuvo a la
joven al tiempo que intentaba dar un tono convincente a su voz.

* En realidad, soy la ayudante del señor Andrew. El me está
esperando y pienso que es una tontería que vayamos las dos. ¿Qué
le parece si llevo yo todo esto en su lugar? Usted debe estar muy
atareada con los demás invitados.

La doncella la miró unos instantes, indecisa. No obstante, la última
aseveración de su interlocutora terminó por convencerla. Asintió al
tiempo que extendía los brazos hacia ella, cediéndole su carga. Jolie
le dedicó unas palabras destinadas a tranquilizarla y siguiendo sus
indicaciones, no tardó en llegar a las cuadras.

No se podía decir que Montgomery Weston malcuidara a sus animales. El
lugar estaba impecablemente limpio y bien organizado. Había heno
fresco y abundante avena en cada uno de los boxes. Y sobre todo, mucho
espacio. No sólo daba cabida a las diez monturas propiedad de la
familia, sino a todos los caballos que habían traído los invitados.

Jolie odiaba todas aquellas diversiones en las que se maltrataba a
seres vivos; en especial las cacerías, que se habían convertido en un
sello distintivo de clase desde que los británicos las habían
exportado a su país. Melissa le había explicado que en aquella ocasión
no tendría lugar una cacería real. No habría perros ni tampoco presas
vivas. Se trataba más bien de un ejercicio lúdico y deportivo en el
que no se infringiría daño a ningún animal. Ese había sido el
principal motivo de que la joven aceptara la invitación. No se
consideraba una buena amazona, pero ardía en deseos de volver a poner
en práctica sus habilidades como jinete. Desgraciadamente en Chicago
tenía pocas oportunidades de montar a caballo.

El edificio estaba silencioso. Los animales parecían tranquilos y su
presencia tan sólo provocó algún que otro piafar alterado. La muchacha
evitó hacer ruidos innecesarios al tiempo que espiaba por encima de
cada compartimento. Nada rompía la tranquilidad del ambiente salvo un
ligero gimoteo lastimero al fondo de uno de los pasillos laterales. Se
acercó furtiva y se detuvo ante una portezuela semiabierta desde donde
el sonido era más audible. Dejó el balde y las toallas a un lado y,
protegida por la oscuridad reinante, observó atenta.

El habitáculo olía a heces frescas y vómitos. El heno que formaba la
cama del caballo había perdido su aspecto uniforme y aparecía
esparcido en montones desordenados. Tumbada en el suelo, en una pose
antinatural, se hallaba una potrilla muy joven. Su cuerpo estilizado y
fibroso era presa de violentos espasmos, pero su mirada permanecía
apacible. Jolie se extrañó ante la reacción desusada del animal y la
comprensión de sus ojos, como si conociera y aceptara la gravedad del
destino ante el que se enfrentaba.

Muy cerca, junto al cuerpo yaciente, permanecía una figura inmóvil.
Los ojos fijos en una lejanía inalcanzable. La frente, alta y
despejada, empapada en sudor. El cabello alborotado, iluminado por el
único haz de luz que entraba en el recinto, refulgiendo
resplandeciente, como aureolado por una corona celeste.

Jolie se sintió sobrecogida por el cuadro que ambos seres componían,
como si participaran de una comunión íntima y personal, más allá de
cualquier experiencia que ella hubiera conocido. La joven apenas se
atrevía a respirar, temerosa de interrumpir el fascinante espectáculo
que se ofrecía ante sus ojos.

Entonces él se giró y enfocó su mirada en ella. Sus ojos quedaron
prendidos de los del joven, incapaces de romper ese vínculo y al mismo
tiempo inútiles para sostenerlo. Ella tembló, asustada, temiendo que
él la echara o le gritara por entrometerse, pero él no hizo ninguna de
ambas cosas. Le sonrió.

* Srta. McPherson -sus palabras apenas fueron un susurro para ella.
Sintió que una oleada de calor la envolvía, dándole la bienvenida.

* Sr. Andrew -por un momento no se atrevió a continuar, temerosa de
que su voz rompiera el embrujo-. Yo... Le he traído el balde de
agua y las toallas que pidió. Me he tomado la libertad...

Albert la silenció con un gesto de su mano.

* No hace falta que se disculpe. Me alegro de que haya venido. Sus
conocimientos me serán de mucha ayuda.

El joven calló mientras contemplaba detenidamente su elegante atuendo.

* Pero temo que se echen a perder sus hermosas ropas...

Ella ladeó la cabeza. Si la perspectiva de encontrarse con él la había
inquietado en un principio, temerosa de sus propias reacciones, ahora
que conversaban juntos se sentía tan cómoda como la primera vez que
habían coincidido. Con él se sentía libre para mostrarse atrevida,
pícara o mundana, según prefiriera. De alguna manera sentía que no
necesitaba de máscaras en su presencia. Si había pensado que su
atracción hacia él la intimidaría, estaba equivocada.

* No más de lo que ya están las suyas -comentó divertida-. Es una
pena haber ensuciado ese hermoso kilt escocés. Le sienta de
maravilla.

Albert estiró sus entumecidos músculos al tiempo que la impresionaba
con una intensa carcajada que contagió a ambos.

* Srta. McPherson, ¡es usted una de las personas más francas que he
conocido nunca! Y debo confesar que ésa es una cualidad que admiro
en una mujer. Cada vez que charlamos descubro en usted algo nuevo
que me agrada.

Ella lo contempló relajada. Si alguna vez había existido cierta
tensión entre ellos, ésta ciertamente había desaparecido como por
ensalmo.

* Si desea echarme una mano, me niego a que ensucie su atuendo. ¿Qué
sugiere que hagamos, entonces? - inquirió él.

La joven reflexionó unos instantes antes de responder.

* No se preocupe, he tenido una idea. Ahora mismo regreso -apuntó
mientras desaparecía de su vista.

Albert observó cómo Jolie salía corriendo en dirección hacia la casa.
Entretanto, él se dedicó a acondicionar el box de Lucille, llevando
heno limpio y retirando el usado. Había pedido a los mozos que se
encargaban de las cuadras que lo dejaran a solas con el caballo
enfermo, y por lo tanto recaía en él la responsabilidad de mantenerlo
ordenado. Había pasado media hora desde que había alertado a Monty y
suponía que el veterinario no tardaría demasiado en llegar.

Se sentía eufórico. Lleno de una nueva confianza en sí mismo. Aquel
anciano tenía razón. Había logrado desterrar su miedo y con él había
tomado plena conciencia de su propio potencial. No debía temer a la
Muerte ni odiarla si ésta reclamaba su víctima, pero él tenía la
obligación de hacer todo cuanto estuviera en su mano para rechazarla.
La decisión final correspondía al destino. Ineludible. Pero él no
debía dejar nunca de combatir. Jamás.

Su espíritu había entrado en contacto con el del animal, compartiendo
su naturaleza, sosegándolo. Una vez desterrado el miedo de ambos,
había conseguido estabilizar su débil estado gracias a friegas con
agua caliente. Por el momento no podía hacer nada más, carecía del
instrumental adecuado, sin embargo el aspecto de la potrilla había
mejorado sustancialmente.

Gracias, Dios mío. Gracias por darme el valor que me faltaba.

Concentrado en su plegaria no se dio cuenta de que la joven estaba de
regreso.

* Señor Andrew, se ha puesto usted perdido. ¿Por qué no me ha
esperado?

El salió de su mutismo y se encogió de hombros, en actitud
indiferente.

* No se preocupe, sólo son unas manchas y se limpiarán con facilidad
- entonces se dio cuenta del cambio de indumentaria de su
compañera-. Vaya, veo que la ropa masculina le sienta
estupendamente.

Jolie no pudo evitar sonrojarse. Sabía que las prendas que le habían
prestado eran demasiado anchas para ella. De hecho se trataba de
vestuario viejo del señor Weston que una de las doncellas guardaba en
el desván con objeto de donarlo a la Beneficencia. Se había tenido que
arremangar tanto la camisa como los pantalones, y tenía la sensación
de que parecía un pescador de ranas. Si alguna vez había deseado
sentirse más atractiva, era ese momento. Y en lugar de ello aparecía
ante él fea y desgarbada.

* Está usted muy graciosa, de veras - le dijo mientras giraba su
rostro para que ella no percibiera sus esfuerzos por no reír.

* Es lo único que he podido encontrar. Ahora es su turno - la joven
calló unos instantes antes de proseguir en tono pudoroso-. Y no
hace falta que contenga la risa. Ya me tomaré la revancha cuando
se haya cambiado.

Sonriendo, Albert se retiró discretamente a un compartimiento vacío.

Esa muchacha es realmente intrigante. Tan sofisticada y tan sencilla
al mismo tiempo. Tan mundana y tan recatada a la vez. ¿Realmente sabrá
atender a los animales?

Entretanto, Jolie continuó colocando compresas de agua caliente y
frotando la piel de Lucille. Cuando terminó, la cubrió con una manta
limpia y se sentó en un taburete a su lado. Examinó a la potrilla con
detenimiento, esforzándose por refrescar en su memoria los
conocimientos de equinos que había adquirido en la Facultad. Su estado
parecía estabilizado pero, teniendo en cuenta su corta edad, podía
agravarse fácilmente si no era tratada con eficacia.

* Me van un poco pequeñas, pero creo que servirán. Por el momento
-la interrumpió una voz masculina.

La joven se giró hacia Albert, preparada para retribuirle con burlas,
sin embargo todo su humor se evaporó cuando posó su mirada sobre él.
Si bien ella parecía un saco de patatas, él no había perdido ni un
ápice de atractivo. La camisa se ajustaba tanto a su cuerpo que
marcaba cada uno de los músculos de su tórax. Y los pantalones no
hacían nada para disimular sus bien formadas y atléticas piernas.
Desvió la mirada para evitar que él notara su rubor. Sentía un
cosquilleo nada tranquilizador en la base de su estómago.

* He estado colocándole compresas calientes -indicó ella intentando
concentrar su mente en cualquier cosa que no fuera la turbadora
presencia que se aproximaba-. Creo que es víctima de un
enfriamiento que se ha complicado con diarrea. No es un
diagnóstico grave en un adulto -su tono, aséptico y profesional,
distaba mucho de reflejar la agitación interior que sentía-, pero
teniendo en cuenta su corta edad, podría resultar fatal. Es un
bebé aún. Necesitará vigilancia constante.

Albert se inclinó hacia ella, ignorante de las reacciones que su mera
visión estaba provocando en la joven.

* Opino lo mismo. Lo único que podemos hacer mientras llega el
veterinario es mantener su temperatura corporal constante y evitar
que suba la fiebre -dijo él tomando su mano entre las suyas.

El corazón de ella empezó a latir con violencia dentro de su pecho.
Por un momento temió que fuera a desbocarse.

* Muchas gracias por ofrecerse a ayudar. No lo olvidaré- su voz fue
apenas un susurro, pero la felicidad la colmó con violencia. Las
reacciones que él le provocaba eran siempre agitadas y
tempestuosas.

Durante la hora siguiente, trabajaron codo con codo, extrañamente
coordinados. Apenas hablaron, pero el silencio no se convirtió para
ninguno de ellos en una carga, más bien en un compañero. Para cuando
llegó el especialista, la potrilla dormía, relajada. Tras examinarla y
felicitarles por sus eficaces cuidados, el recién llegado se hizo
personalmente cargo de la situación. Monty, que lo había acompañado,
les rogó encarecidamente que volvieran a la fiesta. El hombre no sabía
cómo darles las gracias.

El tiempo compartido había hecho que se estableciera entre los jóvenes
un grato ambiente de camaradería, pero Jolie sabía que la sensación
era tan quebradiza y frágil como un junco. Deseaba preguntarle si
reconsideraría su postura acerca de llevarla como ayudante en su viaje
a África, pero temía encontrarse de nuevo con una negativa. El le
había dirigido frases de elogio y percibía que se encontraba a gusto
en su compañía, pero era consciente de que el agradecimiento y la
buena armonía no eran razones de peso para hacerle desistir de su
postura. Seguía siendo el mismo hombre misterioso e insondable que
había conocido en la fiesta. Pese a que su actitud era un ejemplo de
cortesía, educación y encanto, encontraba en él nuevas barreras,
nuevas defensas que no había percibido cuando lo conoció.

Jolie lo contempló de soslayo mientras la precedía. Su rostro era
indescifrable.

Debo conseguir derribar esas barreras. Debo lograr que me admita en su
expedición. Por ello merece la pena luchar, incluso sufrir. Estoy
dispuesta a arriesgarme incluso a perderlo todo. Cuando la recompensa
es tan grande, la apuesta debe serlo también... Sin embargo, es tan
inaccesible. ¿Cómo podría llegar hasta él? ¿Cómo?

Albert la condujo por la puerta de servicio. Allí, el mayordomo les
informó de que el almuerzo había concluido. Los invitados estaban
preparándose para la cacería. El joven se quedó un instante indeciso,
contemplando su otrora elegante traje de gala colgando, inservible, de
su brazo.

* Srta. McPherson -le explicó- me temo que la velada ha concluido
para mí. No tengo ninguna ropa decente que ponerme para el evento
que se avecina. Espero que la señora Parsons no me mate cuando vea
el lamentable estado en que voy a devolverle esta prenda.

Sin darle tiempo a responder, alargó su mano y estrechó la de la
joven.

* Muchas gracias por todo. Su presencia ha sido de un valor
inestimable. Tenga por seguro que siempre recordaré su gesto... Y
no se preocupe por nuestros anfitriones. Ya me haré perdonar de
alguna manera.

No puedo consentir que se vaya así. Debo hablar con él. Explicarle...

Sin embargo antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Albert ya había
desaparecido. Salió corriendo tras él, pero para cuando lo encontró,
sólo fue capaz de ver cómo su figura a caballo se confundía con el
horizonte.