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CAPITULO 4: ENCUENTROS

Patty había permanecido oculta tras los cortinajes mientras Albert
conducía a Candy al salón de fumar. Pasaron varios minutos sin que
nada turbara la tranquilidad de la entreplanta, antes de que ella se
decidiera a salir de su escondite. Recompuso su vestido y bajó
presurosa las escaleras, mezclándose entre la multitud. No había
pasado mucho tiempo cuando unos ojos curiosos la encontraron.

* Querida, cuánto tiempo sin verte. ¿Dónde te habías metido?

La joven se giró en dirección a la voz que la interpelaba. ¡Maxi
Rippendale! ¡De nuevo! Esbozó una sonrisa que ocultara su profundo
fastidio.

* ¡Maxi!

Él la tomó del brazo y la condujo a la terraza sin apenas darle tiempo
a formular una protesta. La mente de la joven se afanaba en encontrar
una excusa que la liberara de su presencia mientras permanecían en
silencio, contemplando los jardines. Con terror observó cómo Maxi se
acercaba peligrosamente a ella, su rostro a varios centímetros del
suyo. Justo cuando sus labios iban a posarse sobre ella, consiguió
alejarse imperceptiblemente de él, frustrando sus propósitos.

* ¿Has visto quién acaba de llegar? - le preguntó él en un intento
por disimular su azoramiento, al tiempo que su boca se arqueaba en
señal de disgusto.

Ella aprovechó la pausa para distanciarse prudencialmente, con el
pretexto de servirse una copa de ponche de una mesa cercana.

* No tengo idea de a qué te refieres, Maxi.

El joven volvió a aproximarse a ella. Sus ojos oscuros, habitualmente
lánguidos, parecían presos de una extraña emoción.

* Terrence Grandchester, y su esposa - respondió con una aviesa
sonrisa.

Patty llevó la copa a sus labios mientras intentaba conservar una
expresión indiferente. El rostro de Maxi se había convertido en una
máscara sardónica y su cercanía la incomodaba cada vez más.

* No sé qué está haciendo ese inglés aquí. ¿Cómo habrá conseguido
que lo inviten?

Patty no dejó de observar el tono de desprecio que impregnaba sus
palabras.

* No entiendo lo que quieres decir, Maxi -le contestó ella con una
frialdad que él no percibió.

* Ese actor de tres al cuarto -explicó el joven- es hijo natural del
Duque de Grandchester y su antigua amante, la actriz Eleanor
Baker. Su padre lo legitimó a pesar de las protestas de su esposa,
la Duquesa, quien le había dado cuatro hijos fruto de su
matrimonio. Siendo el mayor de todos sus vástagos, a pesar de su
condición de descendiente adulterino, cuando su padre murió el año
pasado, heredó el título y todos los derechos que conllevaba. ¿A
dónde vamos a ir a parar si ni siquiera los británicos cuidan de
su dignidad? Dímelo tú, Patty. ¿No te parece que ese hombre está
deshonrando a tu país, exhibiéndose como si fuera alguien
respetable y no un indeseable bastardo?

Su actitud prepotente, el desprecio y la irrespetuosidad de sus
gestos, su intolerable autocomplacencia terminaron de colmar la
paciencia de Patty, que volvió su mirada hacia él sin ocultar la
repugnancia que le causaba.

* Sabes lo que te digo, Maxi...

Las mejillas de la joven estaban arreboladas y sus ojos despedían
furia. En un rapidísimo movimiento, levantó su mano y le dio una
sonora bofetada.

- ... ¡Eres un imbécil!

Y sin darle tiempo a reaccionar, dio media vuelta y se marchó,
dejándolo solo en la terraza. Él la siguió con la mirada. Pese al
bochorno que sentía y a la quemazón de su mejilla, una expresión
irónica afloró a sus labios.

¡Víbora!, pensó. Te juro que te haré pagar por esto. Si piensas que
has enfriado el interés que siento hacia ti, estás muy equivocada. Ya
humillaste bastante a mi amigo Beauchamp, y no consentiré que hagas lo
mismo conmigo. Juro que te veré arrodillada ante mí, suplicándome
perdón por el daño que me has causado.

Rippendale se frotó la mejilla y entró de nuevo en la sala de baile.
Todo el mundo se estaba congregando alrededor de Albert Andrew y su
pupila Candice. Avergonzado todavía, no se sintió con ánimos de unirse
a los demás, y se retiró discretamente a un rincón alejado del
bullicio. Perdido en sus pensamientos, se sirvió una copa de whisky,
decidido a emborracharse.

Albert había reclamado la atención de sus invitados. Los murmullos y
las conversaciones fueron apagándose, la orquesta dejó de tocar y
todas las miradas se posaron en la pareja que aguardaba en el centro
de la sala.

* ... Estamos esta noche aquí -prosiguió el joven- para festejar el
veintiún cumpleaños de mi pupila, Candice White Andrew.

Detuvo su discurso unos instantes, esperando una reacción de los
invitados que no tardó en producirse. La audiencia respondió con un
gran aplauso que Albert, consumado orador, interrumpió con un gesto.

* ... Tanto ella como yo deseamos agradeceros el que hayáis podido
venir hoy para compartir con nosotros esta ocasión tan especial.
Nos hace muy felices saber que contamos con amigos como vosotros.

Ante el elogio, todos los asistentes prorrumpieron en ovaciones y hubo
voces que se elevaron solicitando un brindis en honor de la
homenajeada. Albert elevó su copa y, a su gesto, decenas de manos le
secundaron.

* ¡Por Candy! - corearon todos.

* Como sabéis -continuó él al tiempo que las voces se acallaban -,
Candy es mi ahijada desde hace siete años y hoy, que llega a su
mayoría de edad legal, deseo hacerle un regalo muy especial...

Hizo una pausa mientras todos aguardaban expectantes a que continuara.
Candy, que había permanecido mentalmente ausente, encerrada en sus
pensamientos, se giró hacia él presa de nerviosismo. Consciente de
ello, él tomó sus manos para tranquilizarla.

* Querida Candy -dijo mirándola fijamente- con ocasión de tu
vigésimo primer aniversario he decidido cederte en propiedad mis
posesiones en Lakewood y el disfrute de las rentas derivadas de
las explotaciones agropecuarias allí ubicadas. Recientemente ese
terreno ha sido ampliado gracias a la adquisición del rancho
Cartright, entre cuyas tierras se halla el asentamiento donde está
situado el Hogar de Pony.

Los murmullos de sorpresa y las exclamaciones desbordadas de los
invitados llenaron la estancia al tiempo que Candy permanecía inmóvil
junto a Albert, incapaz de colegir el verdadero alcance de sus
palabras. Ella lo miró a los ojos. Casi era capaz de sentir
físicamente la emoción que le embargaba; el rostro del joven reflejaba
una profunda ternura mezclada con otro sentimiento que ella fue
incapaz de definir.

Me cedes Lakewood y la posibilidad de proteger para siempre el
bienestar del Hogar de Pony...

* Y ahora - le dijo él, ajeno a sus pensamientos, mientras indicaba
a la orquesta que reiniciara la música - ¿Me concedes esta pieza,
mi dama?

Candy apenas había logrado salir de su aturdimiento. No sabía qué
decirle. Demasiadas preguntas y emociones contrapuestas se agitaban en
su interior. Accedió en un acto reflejo y él la tomó suavemente de la
cintura. Empezaron a girar por la pista al son de un vals de Strauss
mientras el resto de los concurrentes aguardaban el tiempo de cortesía
exigido antes de unirse a ellos.

* Albert -empezó a decir ella-. No sé qué decir. La palabra Gracias
me parece una expresión demasiado vacía para poder corresponder a
tu generosidad.

* ¡Shhhhh! No digas nada -la interrumpió él-. No pienses en nada
esta noche. Sencillamente disfruta.

Ella le sonrió. Él aproximó su rostro al suyo y le dio un beso en la
frente. Sintió que ella se relajaba en sus brazos.

La joven se sentía exhausta y sobrepasada por los acontecimientos.
Cerró los ojos, sustrayéndose a todo cuanto la rodeaba y la melodía la
llevó de regreso al pasado. Había bailado esa misma pieza con Anthony,
su dulce amor de juventud. Recordó la timidez del muchacho cuando
había tomado su mano, su nerviosismo al sentirse tan cerca de él, la
torpeza de ambos mientras acomodaban sus pasos en la pista de baile.
Evocar a Anthony llenó su corazón de nostalgia...

Las manos que la circundaban en ese momento eran firmes y seguras; los
pasos de su pareja se adecuaban a los de ella con asombrosa facilidad;
el cuerpo que permanecía junto al suyo emitía una calidez que la
embriagó durante unos instantes. Abrió los ojos y contempló a Albert,
cuyos profundos ojos azules se habían detenido en ella con una
intensidad inusual. Su hipnótica fijeza provocó en la joven un extraño
hormigueo que recorrió todo su cuerpo.

¡Qué me pasa! Me estoy ruborizando como si fuera una colegiala. ¡No
seas tonta, Candy! ¡Estás con Albert!

Albert percibió cómo el cuerpo y la mente de la joven se alejaban
gradualmente de él. Durante un brevísimo momento le había parecido que
su corazón latía al unísono con el suyo, testigo de unos sentimientos
que él mismo no se habría atrevido a confesar.

¡Debo haberme confundido!, se dijo mientras continuaban sus
evoluciones por la pista. Apartó su mirada de la joven, temeroso de
traicionar sus sentimientos. Había querido grabar en su memoria cada
uno de sus rasgos, consciente de que dentro de poco se separarían por
largo tiempo. ¡Querida Candy!, entonó mientras sus labios permanecían
mudos. Sé que tu mente y tu corazón están muy lejos de mí... Y es
posible que por eso te desee aún más... Amarte me ha hecho más feliz
de lo que nunca he sido en mi vida. Vivir contigo, compartir tantas
pequeñas cosas cotidianas... He llegado a un punto en el que mis
sentimientos empiezan a ahogarme. Estar tan cerca de ti, y tan lejos a
la vez, se ha vuelto insoportable. Necesito olvidar estas emociones si
no quiero enloquecer, y sé que sólo la distancia puede hacerlo
posible. Sólo la distancia y el tiempo...

Candy notó cómo la mano de Albert tomaba su cintura con mayor firmeza.
Lo miró, pero su rostro era impenetrable, su mirada perdida en el
infinito. Por un instante, la embargó una profunda sensación de
pérdida que le recordó vagamente un sueño. Estaba a punto de confiarle
sus temores cuando sus ojos tropezaron con una pareja cercana. Terry
estaba tan cerca de ellos que casi hubiera podido tocarle. Consciente
del abismo que los separaba y de la fuerza que aún conservaba su
afecto hacia él, cerró sus sentidos al exterior y se sumergió en sus
recuerdos.

Se sintió transportada al Colegio St. Paul, cuando disfrazada de
Julieta había bailado ese mismo vals... ¡y él la había besado! Aún le
parecía recordar su sabor, fresco y suave. La dulzura del momento
volvió a vibrar en su corazón como si el tiempo se hubiera detenido
eternamente en aquel instante.

Pensar en su inminente marcha, llenaba el corazón de Albert de dolor y
amargura. Me iré sin haberle dicho ni una sola vez que la amo, pensó.
Pero, qué importa. Sé positivamente que no me corresponde. Bajó los
ojos hacia ella. Estaba abstraída en una especie de trance. Sus ojos
brillantes parecían contemplar una imagen invisible, su respiración
latía entrecortada, sus labios palpitaban llenos de sensualidad.
Albert se sintió hechizado por esos labios, llenos y anhelantes. Casi
como si se convirtiera en un espectador de la escena, vio su cuerpo
inclinarse hacia ella. Te quiero Candy, se oyó susurrar.

Sumida en la ensoñación, la joven aceptó naturalmente el hecho de que
unos labios se posaran sobre los suyos, gentiles y exigentes a la vez.
Se abandonó al contacto mientras su cuerpo despertaba a una pasión que
creía muerta desde hacía mucho tiempo. Sintió que una ola de deseo la
envolvía y la violencia de sus reacciones le hizo tomar consciencia de
la realidad.

¡Es Albert! ¡Albert!

Se separó bruscamente de él. Sus mejillas estaban arreboladas. La
confusión le impedía encararlo, su corazón cautivo del desconcierto y
el miedo.

¿Por qué Albert? ¿Por qué?

Candy miraba a su alrededor. Necesitaba aislarse de él, olvidar lo que
había sucedido. Su mente se negaba aún a creerlo. Todo su mundo se
había derrumbado en cuestión de minutos. Aunque nadie se había dado
cuenta de lo sucedido, ella se sentía el centro de atención de todas
las miradas.

¡Eres un imbécil!, se dijo Albert mientras se alejaba de la muchacha,
consciente del error que había cometido y de la necesidad de soledad
que ella silenciosamente le exigía. La expresión del joven era una
mezcla de temor, deseo y pesar. Salió a la terraza para tratar de
tranquilizar sus agitados sentidos. ¿En qué estabas pensando? Sabes
que ella sólo te ve como a una especie de hermano mayor. ¿Cómo te has
atrevido a confundirla aún más?... Pero yo la quiero, le decía la otra
mitad de sí mismo. Está tan bella esta noche. Sus labios suspiraban
por un beso... Sí, pero no por un beso tuyo. ¿Qué hace falta para que
te des cuenta?

Albert enterró su rostro entre las manos mientras trataba de contener
las lágrimas. No puedo seguir dilatando mi marcha por más tiempo,
máxime después de lo que ha ocurrido esta noche. Yo mismo he
precipitado los acontecimientos. No tengo ninguna excusa que disculpe
mi comportamiento. Aunque ella me perdone, ¿podría acaso perdonarme
yo? Pese a que ha dejado de ser mi pupila, he abusado de su confianza
y lo que es más, me he aprovechado de su debilidad.

Su expresión se endureció mientras contemplaba la magnífica luna que
adornaba el firmamento. Estaba tan concentrado en sí mismo que no se
había dado cuenta de que su aparición había interrumpido las
reflexiones de otra figura que también había creído encontrar su solaz
en la quietud de la terraza. El tenue roce de una tela lo sacó de sus
meditaciones. Giró sobre sí mismo intentando distinguir algo entre las
sombras. Los titilantes reflejos que la luna arrancaba del brocado, le
descubrieron la presencia de una forma femenina.

* Siento haber turbado su soledad, señora. Discúlpeme -acertó a
decir mientras se incorporaba para marcharse.

* Por favor no se vaya, señor Andrew - le interrumpió ella mientras
se aproximaba -. No tiene por qué disculparse. Debería haber hecho
más notoria mi presencia cuando le he visto entrar. Creo que yo
también le debo una excusa por haberle sorprendido en un momento
tan íntimo.

La voz era profunda y parecía cargada de susurrantes matices. A medida
que se acercaba, su contorno se le hizo cada vez más familiar; sin
embargo cuando los rayos lunares le revelaron sus rasgos, descubrió
sorprendido que, aunque la había saludado a la entrada, desconocía su
nombre.

* No finja que me conoce, señor Andrew. Sé perfectamente que no es
así -le sorprendió ella mientras su sonrisa argentina llenaba el
silencio.

El no pudo evitar corresponderle.

* Me temo que me ha cazado, señorita...

La joven se apoyó en la barandilla junto a él, mientras sus dedos
jugueteaban con las plumas de su atuendo.

* Jolie McPherson -le respondió -. Me alegro de que la casualidad
haya hecho que pueda hablar a solas con usted. Desde que volví de
Europa, hace cinco meses, no me había divertido tanto en una
fiesta. Deseaba agradecerle su amable invitación.

Albert calló unos instantes. Aunque la cortesía le obligaba a no
desatender a su invitada, en su fuero interno ansiaba encontrarse a
solas con sus pensamientos.

* Me alegro de que haya disfrutado entre nosotros, señorita
McPherson -se obligó a decirle arrogándose el papel de anfitrión
perfecto.

Los profundos ojos azabache de la muchacha lo miraron con curiosidad
mientras prorrumpía en sonoras carcajadas.

* Perdone mi comportamiento, señor Andrew -consiguió decir cuando
logró controlar su desbordante risa -. A veces parece usted tan
insoportablemente correcto... Ya sé que no le apetece conversar
conmigo y que preferiría estar solo. Sin embargo yo me moría de
ganas por charlar con usted. Debo confesarle que he seguido todos
los artículos que ha publicado para la "Unknown Species Review" y
deseaba felicitarle por su estupendo trabajo.

Él volvió su rostro hacia ella sorprendido. Colaboraba esporádicamente
con esa revista, enviando ensayos cortos sobre Zoología; nada
realmente serio pero que le obligaba a mantenerse al día y continuar
con algunas de las investigaciones que había iniciado en el pasado.
Que conociera sus trabajos se le antojaba realmente increíble, pues
era una publicación de tirada limitada destinada sólo a especialistas.

* Me deja usted atónito, señorita McPherson. ¿Cómo es posible que
haya leído usted esos artículos?

Ella apoyó el rostro sobre su mano derecha mientras con la izquierda
retiraba de su frente un rebelde mechón oscuro.

* ¿Ah, no se lo había dicho? Qué tonta. Soy licenciada en Zoología
por la Universidad de Nueva York. Por supuesto, fue gracias a la
influencia de mi padre que accedieran a mi matriculación. Casi
todos los hombres detestan a las mujeres inteligentes, y los
académicos no son una excepción.

Jolie elevó una interrogativa mirada a Albert mientras se decidía a
continuar.

* ... Realmente espero que ése no sea su caso porque he venido a
hacerle una propuesta. Y confío en que no me decepcione
rechazándola.

Albert frunció el entrecejo, incapaz de adivinar sus intenciones. Todo
en ella le dejaba absolutamente perplejo. Desde su corta melena, tan
innovadora, a su currículum, tan poco frecuente en una mujer.

* En fin, señorita McPherson, dudo que, en cualquier caso, mi
humilde persona pueda estar a la altura de sus expectativas.
Adivino que es usted una persona muy exigente y yo, por mi parte,
soy un hombre terriblemente ocupado.

En lugar de responderle, ella colocó las manos a la espalda mientras
giraba, siguiendo unos pasos de minué, alrededor del joven. Ante la
expresión estupefacta de su interlocutor, se detuvo y bruscamente
cruzó los brazos delante de su pecho. Tras unos instantes de
reflexión, volvió a encararlo. Esta vez su rostro mostraba una mayor
resolución.

* Estoy decidida, señor Andrew. Haré lo que sea para conseguir mi
propósito, no lo dude. He trabajado mucho para llegar hasta aquí y
ahora no me voy a dar por vencida.

Albert echó la cabeza hacia atrás, mientras ahogaba un suspiro de
frustración. Lo cierto era que, pese a su desfachatez, la muchacha le
divertía. No tenía ni idea de lo que deseaba pedirle pero parecía
dispuesta a cualquier cosa para conseguirlo.

* Está bien, señorita McPherson, me ha convencido. Dígame en qué
puedo ayudarla y si está en mi mano, tenga por seguro que puede
contar conmigo.

En ese momento llegaron desde el interior de la mansión las notas de
un fox-trot. Albert apenas reparó en ello, concentrado como estaba en
la conversación. Jolie, no obstante, se dejó seducir por la rítmica
melodía y en uno de sus habituales arranques de osadía lo tomó del
brazo y casi lo empujó a entrar en el salón.

* Se lo contaré todo cuando terminemos de bailar este foxie -le dijo
-. Ahora alegre esa cara y demuestre a todo el mundo que está tan
a la moda como su fiesta.

Ante la intrepidez de la joven, Albert no sabía si irritarse o si
reírse. Finalmente optó por lo segundo. Intentó seguirla, pero a duras
penas conseguía representar un papel digno como pareja; no había
bailado el fox-trot en toda su vida. No obstante, ella no parecía
notarlo, se encontraba a sus anchas sobre la pista. Él desvió sus ojos
un instante, buscando a Candy, y no tardó en divisarla charlando con
un joven caballero. Parecía estar disfrutando, lo cual le alegró y
ayudó a aliviar el peso que aún desgarraba su alma...

Aunque lo intentó, tampoco pudo escapar del charleston que
interpretaron a continuación. La manera en la que Jolie le
monopolizaba incomodaba a Albert pero impedía, al mismo tiempo, que
sus pensamientos siguieran senderos más melancólicos. No había dejado
de observar que la conversación de la joven era interesante y amena;
y, lo que era más importante, había logrado hacerle sonreír en más de
una ocasión.

* No puedo más, señorita McPherson - consiguió decirle tras el
cuarto vals -. Sea buena y dígame lo que desea de mí.

Ella acabó aceptando la negativa de Albert. Lo condujo a un rincón,
inspiró hondo y comenzó a hablar.

* Está bien, se lo diré. Deseo ir con usted al Zaire.

Él abrió los labios para decir algo, pero las palabras sencillamente
no brotaron de su garganta. Debo estar soñando. ¿Cómo es posible que
esta muchacha sepa algo que únicamente he contado a Monty?

* No sé cómo ha podido llegar a usted esa información ni me importa.
Pero lo cierto es que no puedo llevarla conmigo -acertó a decir,
su expresión repentinamente seria.

El rostro de la joven no tradujo ninguna contrariedad, casi como si
hubiera previsto esa contingencia.

* Por si le preocupa, le diré que fui informada por el Prof. Horacio
Webster. Si no recuerdo mal, le detalló los pormenores de su viaje
en una carta que le fue enviada hace unos dos meses. Él fue mi
mentor durante mis años de estudiante y pensó que podría aprender
mucho trabajando a su lado... Aunque ya veo que es usted tan
machista como los demás y no desea colaborar con una mujer. En
fin, le he hecho perder su valioso tiempo. Perdóneme.

Ella hizo el ademán de marcharse pero él la cogió del brazo,
deteniéndola.

* Señorita McPherson -le dijo compungido -. No me entiende. El que
sea usted mujer no tiene nada que ver con esto. Admiro su coraje y
estoy convencido de que sería usted una colaboradora estupenda. Lo
que sucede es que yo deseo hacer ese viaje en solitario... por
motivos personales. Lo siento.

La expresión de la joven se relajó mientras estrechaba su mano con
fuerza.

* De todas maneras ha sido un placer, señor Andrew.

Albert se admiró de que hubiera sido tan fácil convencerla. No le
había parecido una mujer capaz de aceptar una negativa por respuesta.

* También para mí, señorita McPherson. De nuevo lo siento.

Jolie se encogió de hombros mientras se empinaba hacia él, e
inopinadamente le daba un beso en la mejilla. Antes de que Albert
pudiera reaccionar, se había alejado corriendo en dirección al hall de
entrada, había tomado su chal y abandonado la mansión.

¡Qué mujer tan extraña! ¡Aunque arrestos no le faltan!, pensaba Albert
mientras se mezclaba entre sus invitados, intentando compensar el
tiempo que había permanecido con ella. Por suerte nadie había notado
su falta. Se integró en varias conversaciones y sacó a bailar a unas
cuantas jóvenes que conocía. Sin embargo, y aunque se resistía a
inmiscuirse en la vida de Candy, no pudo evitar volver a rastrearla
con la mirada, sin éxito. Justo en el momento en el que se disponía a
salir a la terraza para intentarlo en los jardines, la voz de Patty lo
detuvo.

* Albert, antes de marcharme deseaba darte las gracias por todo. Me
lo he pasado estupendamente. Por favor, despídeme de Candy cuando
regrese.

* ¿Candy? ¿Sabes dónde está, Patty?

* Yo... - ella guardó silencio, vacilante, dudosa de decirle lo que
sabía.

En ese momento, él desvió la mirada hacia el jardín. A pesar de la
oscuridad, pudo distinguir una inconfundible cabellera rubia junto a
una estilizada figura masculina. Aunque su primera reacción fue de
incontenibles celos, dominó su conmoción.

* No te preocupes por ella. Estoy convencido de que sabe lo que hace
-le dijo mientras tomaba su mano y depositaba un beso en su
mejilla.- Me despediré de ella de tu parte, te lo prometo.

La muchacha asintió. Sabía que él necesitaba palabras de consuelo,
pero no fue capaz de pronunciarlas. Su corazón también estaba herido.
Aunque habían sido Annie y ella las que habían planeado invitar a las
jóvenes más lindas de Chicago a la velada, ser testigo de cómo Albert
bailaba con todas ellas, había sido una dura prueba. Candy era su
amiga, por ella estaba dispuesta a renunciar a Albert; pero ¡Jolie Mc
McPherson! No se le habían escapado las expresiones admirativas que la
neoyorquina le había estado dedicando durante toda la noche ni por
supuesto su manera de monopolizarlo durante el baile. Dudaba que Candy
se hubiera dado cuenta de nada, tal como había sido su plan original.

Cabizbaja, abandonó la mansión sin percatarse de que unos atormentados
ojos oscuros la habían seguido hasta el momento en que su figura
desaparecía en la distancia.