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CAPITULO 6: AUSENCIAS

Hannah despertó al amanecer como era habitual en ella, como
acostumbraba a hacer desde niña; sin embargo, sus ojos permanecieron
prendidos en la contemplación de una insólita visión que, en los
últimos tiempos, había llegado a hacérsele familiar. Pese al tiempo
transcurrido, había días en que le parecía poder escuchar nítidamente
la voz de su madre, justo al despertar, en ese breve instante en el
que los últimos retazos de sueño asemejan la propia realidad. Han,
cariño, ya es la hora. La sensación fue tan real esa mañana, que creyó
percibir también la presencia de sus hermanos: Tom, Mike, Evelyn,
Prince, Julie y los pequeños Rob y Debbie, rodeándola con cariño, tan
alegres y revoltosos como siempre. Aunque a veces se reprendía por
ello, no podía evitar que, desde hacía unos cuantos meses, su mente se
complaciera cada vez más frecuentemente en ensimismarse en sus
recuerdos. Sabía que debía centrarse en la realidad pero, cada
amanecer, se permitía recrearse unos instantes en las imágenes del
pasado que la asaltaban, traviesas y juguetonas.

Le pareció regresar a los once años de edad. Por un momento creyó
sentir la fuerza de la juventud colmándola por completo. Vivaracha,
trabajadora, responsable... Su franca mirada inspiraba confianza casi
al instante y, pese a su parca educación, apenas había aprendido a
leer y escribir, sus modales discretos no tardaron en ganarle la
confianza de su primer patrón, William S Andrew III, abuelo de actual
generación de la familia. Peculiar filántropo y benefactor de varias
organizaciones de Caridad, el magnate no tardó en descubrir su
inteligencia innata, facilitándole el acceso a su biblioteca personal
e instruyéndola personalmente cuando sus obligaciones se lo permitían.
¡Querido señor William!, pensó mientras su corazón se llenaba de
calor. En ocasiones incluso le había permitido compartir las lecciones
de su propio hijo, William A. Andrew IV.

Evocar al muchacho hizo que un familiar hormigueo se apoderara de
ella, reabriendo una de sus viejas heridas. Había sido un joven
apuesto, de gran corazón, y ella no había podido evitar prendarse de
él. El suyo fue, desde el principio, un amor sin esperanza, ya que él
estaba prometido en matrimonio con Beatrice Candlan, de la que quedó
perdidamente enamorado. Hannah nunca se había hecho ilusiones al
respecto, pero atesoró ese sentimiento en su corazón como una gema
preciosa. Fue la primera y única vez en su vida que había sentido esa
clase de pasión hacia un hombre. Consciente de que dicho afecto la
acompañaría toda su vida, no se sintió con fuerzas para abandonar su
puesto de ama de llaves en la mansión, al fallecimiento de su anciano
benefactor. El sólo hecho de poder ver a William, le daba fuerzas para
continuar viviendo.

¡William!, pronunció su nombre en un susurro. Él siempre la había
tratado con el cariño de un hermano mayor, demostrándole en numerosas
ocasiones la gran estima y confianza que ella le merecía. Ese trato
tan especial, que también era compartido por su esposa, una bella
mujer de salud frágil y modales sencillos, se prolongó hasta su
muerte, cuando él contaba apenas treinta y cinco años y Hannah
treinta. Desde ese momento, sólo Pauna y el pequeño Albert fueron
capaces de mitigar su pena. Ellos se convirtieron para ella en
vástagos de su carne, dado que Dios no la había bendecido con hijos
propios. Sentirse útil y querida por los niños, sobre todo por el
pequeño Albert, tan parecido a su padre y a su abuelo, convertía sus
rutinarios días en regalos que guardaba, preciados, en su inconsolable
corazón.

Los primeros rayos de sol comenzaron a despuntar en el horizonte,
clareando la negrura. Hannah encontró las fuerzas necesarias para
despedirse de sus recuerdos y se incorporó con dificultad en el lecho.
Había cumplido ya cincuenta y cinco años y sus deterioradas
articulaciones cada vez se resistían más a obedecer sus órdenes. Aún
así, su espíritu infatigable no se amilanaba, sabedor de que cuando su
cuerpo decidiera detenerse, nada ni nadie sería capaz de impedirlo.

Se acercó al afeizar de la ventana y se dejó seducir por la belleza
del amanecer. Notaba que, a medida que envejecía, se emocionaba con
más facilidad ante los pequeños milagros de la vida cotidiana. En los
últimos tiempos, incluso la mera contemplación de un brote recién
florecido, era capaz de arrancar lágrimas de sus ojos.

Cada vez chocheas más, se dijo al tiempo que un ligero escalofrío
recorría todo su cuerpo. Se arrebujó en su bata mientras examinaba
brevemente la jornada que la esperaba. Ante todo, debía organizar el
servicio para acondicionar la mansión tras la fiesta de la noche
anterior. Un suspiro escapó de sus labios al recordar el rostro
fatigado y melancólico de Albert la pasada velada. Sabía que había
sido el último en retirarse a sus aposentos. Mi pobre niño, ¿qué fue
lo que tanto te disgustó anoche? Por mucho que te esfuerces en
esconderte tras esa máscara de serenidad, nunca podrás engañarme. Te
conozco desde que naciste. No podría quererte más si fueras mi propio
hijo.

Una ligera llovizna humedecía el ambiente. La mujer tembló al pensar
en el sufrimiento que acusarían sus reumáticos huesos durante la larga
jornada, llena de quehaceres y tareas domésticas. No pienses más en
ello, mujer tonta. En cuanto te metas en faena, te olvidarás de todo.
Estaba a punto de comenzar a vestirse, cuando una luz en el área norte
de la casa llamó su atención. Las habitaciones de esa zona no se
habían utilizado en años; tan sólo ella entraba en ese ala del
edificio para limpiar y airear diariamente el dormitorio de la
señorita Pauna, que Albert mantenía exactamente en el mismo estado en
el que su hermana lo había dejado la última noche que durmió en la
mansión, antes de contraer matrimonio con Robert Brown. Todos los días
eran encargadas dos docenas de rosas rojas y blancas que Hannah,
siguiendo los deseos del joven, colocaba sobre su lecho, tal y como a
ella siempre le habían gustado. Sin embargo Albert nunca había vuelto
a entrar en ese cuarto desde que ella había fallecido.

Miles de dudas asaltaron a la mujer. Presurosa, hizo sus abluciones
matinales y se vistió con un sencillo vestido de algodón gris. A duras
penas consiguió calmarse lo suficiente, antes de recoger sus cabellos
en un formal moño bajo y salir de su cuarto. En toda su vida había
recorrido los asiduos pasillos con tanta celeridad. Quedaban sólo unos
cuantos metros para llegar al aposento, cuando se detuvo para tomar
aliento.

¿Y si fueran ladrones? ¿Por qué no habré avisado a Madsen? ¿Qué podría
hacer yo si se tratara de un grupo de malhechores? Sin embargo, la
curiosidad pudo más que sus temores. Sigilosamente tomó un atizador
que permanecía olvidado en un oscuro rincón del pasillo y se aproximó
a la habitación iluminada. No estaba cerrada del todo. Se asomó
levemente pero no distinguió nada anormal. Su corazón latía frenético
y se obligó a sosegarse. Suspiró un par de veces, se santiguó rogando
al Altísimo que la protegiera y entró en el cuarto sin hacer ruido.

Su mirada vagó nerviosa por los peculiares objetos. El cuarto estaba
repleto de estanterías, que guardaban las figuritas de porcelana que
Pauna había coleccionado en su infancia, y cuadros con reproducciones
detalladas de especies exóticas de rosas de todo el mundo. Arropada
por los familiares recuerdos, Hannah no tardó en descubrir a una
conocida figura reclinada sobre el escritorio. Albert, gritó
mentalmente. Dejó la improvisada arma a un lado y se acercó a él.

Sentado en una silla, el rostro apoyado sobre su brazo izquierdo
extendido, el joven permanecía profundamente dormido, envuelto en uno
de los chales de su hermana. Su mano derecha yacía inmóvil, abrazada a
la vieja gaita que ella le había regalado. Sus cabellos se
desparramaban en desorden sobre sus hombros y sus mejillas habían
empezado a oscurecerse por la barba incipiente. Hannah sintió que su
corazón se encogía al contemplarle, indefenso en su sueño. Pese a que
su rostro parecía calmado y tranquilo, su frente estaba surcada por
arrugas de preocupación que ni siquiera el sueño había conseguido
borrar.

La mujer se acercó al armario empotrado y sacó un cobertor. Se giró
hacia el durmiente y lo cubrió, al tiempo que depositaba un leve beso
en su mejilla.

¿Qué te ha sucedido, mi pequeño, para que sólo hayas podido encontrar
tu solaz en estas habitaciones? Recuerdo que siempre acudías a Pauna
cuando, de niño, te agobiaban las preocupaciones. Desde que ella murió
no ha habido nadie en tu vida que ocupara su lugar, nadie a quien
pudieras confiarle tus pesares. Por el contrario, eres tú esa persona
a la que todos recurren cuando tienen problemas... ¡Y eres tan joven,
Albert, para soportar tantas cargas ajenas! ¡Tan joven! Eres como
William, tan sensible y apasionado... Mereces encontrar a una mujer
que te quiera. Que te brinde su ayuda y su apoyo. Que esté siempre a
tu lado, dispuesta a ofrecerte su amor y comprensión. Nadie sabe,
mejor que yo, lo inmensa que es tu capacidad de amar, la gran pasión
que eres capaz de sentir, tus esfuerzos por reprimir tus sentimientos,
por simular ese hermetismo, ese constante control sobre ti. ¡Oh,
Albert! Si pudieras hallar a otra Beatrice, quien amó a tu padre hasta
el extremo de poner en peligro su vida por darle un heredero varón...

Hubo una época en la que pensé que quizá Candy podría ocupar ese lugar
en tu vida. Después de tu hermana, ha sido la persona que más cerca ha
estado de ti. Ella te ayudó mucho cuando en el pasado perdiste la
memoria, cuando te hallabas tan indefenso y débil... A veces me
recuerda a mí misma. Pero yo no tuve tanta suerte. William nunca me
amó y tú sí estás profundamente enamorado de ella. Cada una de tus
miradas te traicionaba anoche. Sin embargo, ella no te corresponde. No
ha sido difícil adivinarlo. ¡Está tan ciega, Albert! Si tu padre me
hubiera amado una mínima parte de lo que tú la amas a ella, yo me
hubiera sentido la mujer más dichosa del mundo. ¡Qué injusta es la
vida a veces! Sólo espero que mi niñita, Pauna, haya sabido
confortarte. Estoy convencida de que, desde el Cielo, sigue velando
por tí. Tal como hacía cuando eras niño. Tal como seguirá haciendo
siempre.

Una lágrima rodó solitaria por la mejilla de la mujer, y ella la
enjugó con rapidez. Chocheas vieja, chocheas, se dijo al tiempo que
abandonaba el cuarto. No obstante, una chispa de felicidad brilló
débilmente en su mirada.

Pensé que nunca superarías tu miedo al pasado ni enfrentarías con
coraje tus recuerdos. Pero lo has hecho. Pauna podrá descansar en paz
ahora que has aceptado su muerte y te has abierto definitivamente a la
vida. Ahora podrás ser feliz, mi niño. Tú, más que nadie, lo mereces.

(...)

Candy abrió los ojos al oír que llamaban a su puerta. Había tardado
bastante en conciliar el sueño aquella madrugada, sobrepasada por las
emociones de la velada. Su noche había resultado una interminable
duermevela plagada de fantasías irrealizables, melancolías y
desasosiegos, en una incesante evocación de su encuentro con Terry en
los jardines. Aunque su mente aún se negaba a creer que la
conversación que habían mantenido no había sido una alucinación creada
por su propia imaginación, la claridad de la mañana la devolvió a la
triste realidad. Y la verdad se abrió paso en su mente. Terry seguía
atesorando su recuerdo, conservaba el amor que se habían profesado en
un lugar muy especial de su corazón, pero le había confesado que había
comenzado a enamorarse de Susanna. Ella había pasado a formar,
definitivamente, parte de su pasado, de un pasado hermoso, apasionado,
evocador, pero de su pasado al fin y al cabo. Susanna era su presente,
un presente que activamente le ofrecía compañía, comprensión, apoyo;
un presente lleno de fuerza frente a la evanescencia del pasado que
ella representaba.

¿Podré llegar a estar alguna vez junto a tí, Terry, sin desear el
contacto de tus manos sobre mi piel o la ternura de tus labios sobre
los míos? ¿Seré capaz de mirar alguna vez a vuestros hijos, tuyos y de
Susanna, sin desear que hubieran sido míos? ¿Podré mirarla alguna vez
a los ojos sin desear reemplazarla cada noche en tu lecho? Ayer te
dije adiós, pero tú sólo dijiste hasta pronto. Me hablaste de otra
vida, incluso de otras vidas... pero ¿cómo podré soportar vivir "esta"
vida sin ti? No puedo ser feliz a tu lado porque el remordimiento nos
destruiría, pero tampoco puedo ser feliz sin ti porque mi corazón te
necesita tanto como el aire que respiro. ¿Qué voy a hacer ahora? Ahora
que he perdido mi última esperanza...

Candy cerró los ojos mientras luchaba por contener las lágrimas. ¡Qué
fuerte y segura se había sentido aquella noche en Nueva York, cuando
renunció a su amado en favor de Susanna! ¡Qué inocente, qué ilusa le
parecía ahora su actitud! ¡Debió haber luchado por su amor con todas
sus fuerzas, con todas sus armas, igual que hizo ella! Sin pensar en
nadie más que en sí misma. Ahora lo había perdido definitivamente. ¿De
qué le había servido su bondad, su generosidad? Se había quedado sin
Terry. Qué fácil era decirlo pero cuán difícil aceptarlo.

La joven continuó recostada sobre su lecho al tiempo que las lágrimas
empezaban a surcar, incontenibles, sus mejillas. Alguien volvió a
golpear la puerta pero no se sintió con fuerzas para responder. Sólo
deseaba permanecer allí, olvidada y oculta, para siempre. De pronto
seguir viviendo le pareció una tarea insoportable. Anhelaba poder
dormir para siempre, y no tener que despertarse jamás. Ni siquiera la
muerte de Anthony había conseguido dejarla tan deprimida, tan
derrotada. Instintivamente vino a su mente el rostro de Albert. El
siempre había aparecido en su vida en los momentos en que más había
necesitado de una mano amiga que la confortara: siendo niña en la
colina de Pony, cuando la salvó de morir ahogada en la cascada, en el
portal de las rosas cuando su gentil Anthony murió, en el Colegio St
Paul de Londres, al defenderla del león en Chicago, tras romper con
Terry después del intento de suicidio de Susanna, al escapar del plan
de seducción de Neil, en el funeral de Stear, después de la boda de
Terry...

Pensar en él hizo que su alma hallara un poco de consuelo. ¡Albert!,
susurró. Necesitaba acudir a su lado. Sólo él podía devolverle la
tranquilidad y la ilusión. Con esa idea en la mente, consiguió
abandonar el lecho. Secó los últimos restos de lágrimas, y procedió a
vestirse.

* Señorita Candy, ¿le pasa algo?

La voz de Hannah la sacó de su ensimismamiento.

* No pasa nada, Hannah. Estoy terminando de vestirme. Ahora mismo
bajo a desayunar -le dijo mientras empezaba a ponerse sus medias
blancas.

No le llevó mucho tiempo terminar de enfundarse su uniforme de
enfermera y bajar al comedor. Como cada mañana, el ama de llaves había
ordenado preparar un suculento buffet en el que se combinaban frutas,
huevos revueltos, salchichas, beicon, cereales, yogures, zumos,
fiambre y bollos variados. Normalmente Candy solía desayunar con mucho
apetito, consciente de que su trabajo no le permitiría hacer otra
comida decente hasta la noche, pero esa mañana se sentía inapetente.
Se sirvió un café y se sentó junto al ventanal. Le sorprendió que
Albert no hubiera bajado aún, meticuloso con su puntualidad para
facilitar la labor del servicio, pero se consoló pensando que su
tardanza se debería a la fatiga de la noche anterior.

Candy consultó el reloj de pared. Las nueve y cuarto. Faltaban tres
cuartos de hora para que comenzase su turno en el hospital. Tenía
tiempo de esperar a Albert. No obstante, media hora más tarde, el
joven continuaba sin dar señales de vida. Cada vez que oía un ruido de
pasos, la muchacha levantaba la mirada esperando que fuera él, pero
siempre se encontraba con algún miembro del personal.

Albert, ¿dónde estás?, pensó preocupada. Es tan raro que no hayas
bajado aún. De repente el temor la asaltó. ¿Y si estuviera enfermo?

La mera idea la llevó a abandonar el comedor y buscar a Hannah. No
tardó en encontrarla dando órdenes precisas a las doncellas.

* Hannah, estoy preocupada por Albert - le comentó con un leve deje
de nerviosismo en la voz-. Todavía no ha bajado a desayunar. Y ya
sabes lo puntual que suele ser.

La mujer le tomó la mano, tranquilizadora, mientras le sonreía con
dulzura.

* No se preocupe, señorita. El señor se encuentra bien pero tuvo que
marcharse temprano esta mañana. Me pidió que le dijera que se
ausentaría durante varios días por motivos de negocios.

Candy suspiró aliviada. Escuchar la explicación de la mujer aligeró su
preocupación, pero saber que no podría hablar con él hasta su regreso
la desilusionó profundamente, colmándola de inquietud.

Es la primera vez que Albert no se encuentra a mi lado cuando lo
necesito...

Hannah interrumpió sus reflexiones.

* ¿Desea que le diga al señor Rogers que la acerque al hospital?

Candy consultó su reloj. Se había demorado demasiado, y si no tomaba
un coche nunca llegaría a tiempo de cumplir con sus responsabilidades.
Asintió mientras se colocaba su capa azul oscuro sobre los hombros y
salía al porche.

La mañana era gris y tormentosa, fiel reflejo de su triste estado de
ánimo. Sin embargo, por muy deprimida que se sintiera, sabía que no
podía renunciar a sus obligaciones. Estaba convencida de que Albert
regresaría pronto. La perspectiva consiguió arrancar una sonrisa de
sus labios al tiempo que entraba en el vehículo, cuya puerta había
abierto el chófer amablemente para ella. Sólo una vez, durante el
trayecto, recordó la joven el intenso beso que Albert le había dado
mientras bailaban. La idea de que su marcha pudiera deberse a su
rechazo sólo perduró unos instantes en su mente.

Albert es como un hermano para mí, y él lo sabe. Aquel beso no
significó nada. Estoy convencida de que fue su manera de
tranquilizarme. Sólo él sabía lo nerviosa que me encontraba por la
presencia de Terry. Volverá dentro de poco; entonces todo se aclarará
y nuestra relación volverá a ser como antes.

Gracias a la eficiencia del señor Rogers consiguieron llegar al
hospital de Santa Camille en menos de diez minutos, justo a tiempo de
que Candy ocupara su puesto sin ulteriores complicaciones. La joven
subió las escaleras que llevaban a la sexta planta a toda velocidad y,
cuando entró en la Sala de Enfermeras, tenía la respiración
entrecortada. Prudence, la compañera a la que debía relevar, la saludó
con cariño.

* Tranquila niña. Relájate. Aún quedan cinco minutos para que la
Hamilton inicie su ronda matinal por Cirugía. Siéntate y descansa,
si no te va a dar un síncope.

Candy le sonrió mientras se llevaba una mano al pecho y se esforzaba
por recuperar el aliento.

* Tienes razón, Prudy. Debo tener un aspecto terrible -contestó ella
entrecortadamente al tiempo que se sentaba en un sofá cercano -.
Ultimamente la jefa es demasiado estricta con la uniformidad. A
veces creo que debería cortarme el pelo a cepillo. La aversión de
Flammy a mis rizos rebeldes no me deja vivir.

La joven empezó a secar el sudor que perlaba su frente al tiempo que
recomponía su peinado, un moño bajo cubierto por una inmaculada cofia
blanca.

Prudence no pudo evitar una estentórea carcajada. La mujer rondaba los
cuarenta años. Era grande, alta y de complexión fuerte; sin embargo,
pese a su increíble aspecto físico y su voz atronadora, era muy
femenina y maternal. Su rostro cuadrado estaba iluminado por unos
grandes ojos castaños que transmitían una cálida corriente de
constante optimismo y afecto. Los pacientes solían contemplarla
aterrorizados cuando la conocían, ya que sus grandes manos parecían
más hábiles para descoyuntar bueyes que para cuidar enfermos, pero no
tardaban en apreciar su error cuando ella los trataba. La delicadeza
de su contacto junto a sus maneras tranquilas y sosegadas infundían
paz y serenidad. Por otro lado, era la única colega por la que Flammy
Hamilton mostraba un respeto casi reverente, consciente de que, de no
ser por la medalla que consiguiera en la guerra, hubiera sido Prudence
la enfermera promovida al puesto que ella ocupaba.

Candy le había tomado mucho cariño desde que empezaron a trabajar
juntas. En cierto modo, le hacía recordar a sus dos madres, la
Señorita Pony y la Hermana María. Uno de sus más soñados proyectos era
conseguir que las tres mujeres se conocieran. Estaba segura de que
estaban destinadas a congeniar y de que a Prudence le encantaría
Lakewood.

* No te preocupes por eso, chiquilla. Un pequeño retoque y estarás
perfecta. Por cierto, el señor Smith, el de la cama número cinco,
tuvo una parada cardio-respiratoria esta noche y lo han aislado en
Cuidados Intensivos. El doctor Newmann lo visitó a primera hora de
la mañana y me dijo que su estado se había estabilizado. No
obstante, es necesario vigilar sus constantes cada hora. Te espera
un día duro, Candy. Y si no recuerdo mal, tienes también una
intervención de apendicitis a media tarde. Pero para entonces creo
que ya habrá llegado Molly para relevarte en la Sala.

Candy terminó de ajustarse la cofia mientras asentía a su compañera.
Se miró en el espejo y, observando la palidez de sus mejillas en un
espejo cercano, se las pellizcó para darles un poco de color.

* Por cierto, Candy. ¿Qué tal la fiesta de anoche?

Una leve sombra de tristeza nubló la mirada de la joven al tiempo que
respondía.

* Yo... - la muchacha tragó saliva, callándose bruscamente.

Esta sensación de amargura, no puedo apartarla de mí. Candy cerró los
ojos en señal de abatimiento. La inocente pregunta de Prudence había
reavivado todo su dolor en un instante.

Su compañera la miró perpleja. El rostro de la joven era la viva
imagen de la desolación. Era la primera vez desde que la conocía, unos
cuatro años atrás, que la veía tan llena de desesperanza. Candy era la
alegría del hospital, la sonrisa que animaba a todos, el rostro vivaz
que transmitía consuelo a los enfermos con una sola mirada, el alivio
del alma de los desahuciados...

* ¿Qué te ha pasado, mi niña? -le preguntó mientras posaba una mano
en su mejilla -. Cuéntaselo a Prudy, ya verás como después te
sientes mejor.

Candy abrió sus magnéticos ojos verdes. Intentó hablar, pero su cuerpo
fue víctima de los espasmos del llanto. Su compañera se sentó junto a
ella y la abrazó con afecto.

* Llora, Candy, llora. Ya verás como después te sientes mejor.
Shhhhh. No te preocupes, mi niña. Todo se solucionará. Prudy está
a tu lado y te ayudará.

La dulzura de la mujer, su calor, la seguridad de sus fuertes manos
consiguieron tranquilizar a la joven. Poco a poco sus sollozos se
fueron acallando, recuperando su mirada la viveza habitual. De
repente, estalló en una brusca carcajada.

* Oh, Prudy! Ahora vuelvo a estar hecha un asco otra vez -consiguió
decir entre hipos mientras ahogaba los últimos restos de lágrimas.

Prudence la observó. Aunque su rostro seguía congestionado, la
muchacha parecía más relajada.

* Si quieres puedo quedarme y suplirte en este turno, Candy.

La interpelada negó con la cabeza.

* Gracias pero ya has hecho bastante por mí. Además acabas de
terminar una guardia nocturna y necesitas descansar más que yo.

La mujer estuvo a punto de negarse, sin embargo consideró que el
trabajo duro sería un eficaz bálsamo para que la joven olvidara sus
preocupaciones y no insistió. Deseaba preguntarle qué le ocurría, pero
su naturaleza discreta le hizo desistir de indagar más a fondo. Sabía
que ella misma le comentaría algo cuando se sintiera preparada.

* Estaré en casa si me necesitas - le dijo mientras se incorporaba y
tomaba su capa.

* Gracias Prudy. Ya has sido de mucha ayuda. Estaré bien.

Prudence le hizo un guiño de complicidad antes de abandonar el cuarto.
Tras despedirse, Candy entró en su sala para iniciar la ronda que
tenía asignada. Por suerte, Flammy aún no había llegado y pronto el
trabajo la tuvo completamente absorbida. Durante la jornada apenas
tuvo ocasión de pensar en nada que no fuera el instante presente.
Incluso, su cada día más refinada destreza en el manejo del
instrumental quirúrgico, le valió las felicitaciones del Dr. Potter, a
quién asistió en la intervención programada de apendicitis, arrancando
de sus labios la primera verdadera sonrisa del dia. Gracias a la
rutina logró sumirse en una especie de sopor emocional que ayudó a
relajar sus tensiones.

Cuando regresó a casa estaba físicamente agotada e insensible a todo
lo que no fuera la satisfacción de sus necesidades más básicas:
alimento y descanso. Hannah, consciente de que regresaría tarde, le
había dejado preparado un buffet frío en el comedor. El personal se
había retirado a sus habitaciones hacía ya algún tiempo y la mansión
estaba sumida en absoluto silencio. Candy no se molestó en encender la
luz de la estancia. Los cortinajes estaban descorridos y la pálida luz
de la luna iluminaba claramente los objetos. Se sirvió un poco de pavo
y un zumo de naranja, y se sentó en la silla de Albert, frente al
balcón. Casi podía sentir su presencia por el inconfundible aroma que
impregnaba la habitación. Anheló volver a verle. Su ausencia provocaba
en ella un vacío casi físico.

Albert, ¿por qué te has marchado?, la pregunta resonaba en su mente,
acusadora, sumiéndola en una ridícula desazón. Había acabado aceptando
con normalidad sus viajes de negocios y nunca antes había enjuiciado
sus motivos. Sin embargo, percibía que en esta ocasión era diferente.
Sus pensamientos viajaron al pasado, al momento en que él, enfermo de
amnesia, había abandonado el hospital St Anne, y ella lo había hallado
en el Parque Nacional de Chicago. De alguna manera, su alma reconocía
el paralelismo entre ambas situaciones. Albert, ¿no vas a volver? ¿Me
has dejado sola? Sin embargo, en esta ocasión no podía salir corriendo
a buscarle. El no la necesitaba. No estaba enfermo ni angustiado. Era
ella quien lo echaba de menos. Y él estaba lejos, fuera de su
alcance...

Nerviosa, paseó su mirada por los familiares objetos de la estancia y
descubrió junto a su silla un paquete voluminoso. La curiosidad apartó
de su mente todo pensamiento mientras encendía una lámpara cercana. Lo
primero que llamó su atención fue un impresionante ramo de gladiolos
blancos. Lo tomó en sus brazos y aspiró su suave fragancia. Perdido
entre la exuberancia de las flores, no tardó en descubrir un sobre.
Aunque en su interior temblaba de impaciencia, se obligó a actuar con
calma. Meticulosamente rasgó el envoltorio y sacó una hoja de papel
exquisitamente plegada. La letra de Albert, grande y desenfadada, era
inconfundible.

"Mi querida Candy: Un contratiempo de última hora me retiene en
Lakewood. Siento no haber podido avisarte con antelación de mi marcha,
pero todo ha surgido de manera imprevista. Espero poder estar de
regreso en una semana. Te ruego aceptes mi más sinceras disculpas por
mi inexcusable comportamiento. Algo así nunca volverá a ocurrir. Tuyo,
Albert".

Candy releyó la nota varias veces, intentando descifrar la segunda
lectura oculta tras la brevedad y el formalismo del mensaje. Algo así
nunca volverá a ocurrir. ¿A qué se refiere? Pese a la ausencia de
inflexiones, creyó reconocer un rastro de amargura y tristeza entre
líneas.

¡Se refiere al beso!...¡Qué tonta soy, Albert! ¡Qué egoísta e
infantil! Pensando sólo en mí misma, en mis necesidades, en mi
sufrimiento. Tú, que siempre has estado a mi lado cuando lo he
precisado; tú, que has estado constantemente pendiente de mis más
mínimos deseos; tú, que has procurado mi felicidad en todo momento y
me has protegido de todo mal... Pensarás que soy una desagradecida,
una malcriada y caprichosa. Yo nunca imaginé que... ¡Oh, Albert! Debí
haberlo supuesto. Cada uno de tus gestos, cada mirada, cada roce...
¡Anoche estaba tan ofuscada! Todo tu ser me lo proclamaba y yo no supe
verlo. No supe entender tus sentimientos. Ni tu desazón. ¡Oh, Albert!
¿Por qué? ¿Por qué te has enamorado de mí? No soy digna de tu amor,
¿no te das cuenta? Mi corazón está preso de un sentimiento que no sé
si seré capaz de ahogar. Mereces una mujer que pueda amarte con toda
la intensidad de su corazón y no a alguien como yo, con el alma
dividida... ¿Por qué, Albert? ¿Por qué? No es justo...

Candy apretó la nota contra su pecho. Su dolor era tan hondo que se
sentía incapaz de llorar. Notó un frío intenso invadiéndola y se
abrazó a sí misma. Salió del comedor y subió corriendo las escaleras,
pero en lugar de dirigirse a su dormitorio, se encaminó hacia el de
Albert. Se desnudó y se arrebujó entre las sábanas de su lecho. Su
olor almizclado la invadió por completo y poco a poco fue recuperando
el sosiego. A los pocos minutos se había quedado profundamente
dormida, tranquilizada por la idea de que, de alguna extraña manera, y
a pesar de la distancia, Albert seguía protegiéndola y velando su
sueño.

Albert, vuelve pronto. Te necesito, susurró entre sueños.