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CRÓNICAS DE LA OSCURIDAD
Un fan fiction de Ranma 1/2
 
Escrito por KilyK
(battoanime@hotmail.com)
 
Si quieres saber más del autor, visita:
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CAPÍTULO II: El hombre sin pasado
.: Parte 4 — Vida después de la vida :.
El muchacho abrió los ojos lentamente, desorientado, y se llevó un brazo a la frente para intentar capear el mareo que sentía. Se encontraba sobre un pequeño futón de paja en el piso. Tenía sed, y a pesar de haber dormido por mucho tiempo (o, al menos, eso suponía), aún se sentía algo cansado, como si su cuerpo recordara los vaivenes vividos en las últimas horas.
Con dolor en su cuello, giró la cabeza hacia su costado derecho y con gusto descubrió que alguien había dejado, de forma muy ordenada, alimentos para él sobre una hermosa mesa de madera oscura decorada con indescifrables caracteres chinos en sus patas y bordes, y que a su lado tenía una curvilínea silla de similares características pero con colchones blancos en su respaldo y zona para sentarse. Sobre la mesa había un gran jarro con agua, una taza de cerámica blanca y limpia, y un plato con comida cubierto con una tapa metálica para mantener el calor de ésta. El muchacho se sonrió y se levantó, alistándose para comer. Algo en su mente le decía que debía aprovechar, pues habían pasado días desde que había comido algo (la verdad era que no lo recordaba, pero prefería obedecer a su instinto). Ya de pie, observó su cuerpo, percatándose de que ya no llevaba las lastimeras ropas que lo habían acompañado en el desierto. Ahora vestía un agradable traje completamente blanco, sin mangas para sus brazos y de una contextura bastante suelta, lo suficiente para dejar salir el calor y permitir una movilidad muy cómoda. Todas las costuras de éste estaban zurcidas cuidadosamente con un brillante hilo rojo, incluido el sector del hombro izquierdo, donde tres botones negro azabache abrochaban la separación que iba desde la clavícula hasta debajo del hombro. En la parte de la cintura, había amarrada una cinta roja, cuyos dos extremos se dejaban caer al costado derecho del cuerpo del muchacho. En la espalda del traje, el dibujo de un fuerte y orgulloso tigre.
Bueno, mejor esto a ese otro traje todo roto, pensó el muchacho, sintiendo que debía agradecer a quienquiera que lo hubiera llevado a ese lugar.
Mientras comenzaba a dar los pocos pasos que lo separaban de la mesa, observó el lugar donde estaba. Era una especie de tienda bastante amplia, con telas color crema cubriendo las cuatro paredes y el techo mientras bailaban al son de la suave brisa que las envolvía. Era un lugar muy grato y acogedor.
Finalmente, el muchacho se sentó a la mesa y comenzó a devorar cada comida, pero cuando estaba terminando de comer, alguien hizo a un lado la tela de la “puerta”, entrando en la tienda. Él la reconoció al instante: era la misma chica que había visto cuando iba en la caravana, sobre la espalda del hombre que lo había recogido de las arenas.
—Hola —la saludó animosamente, tragando lo último de comida que le quedaba en la boca. La chica no respondió, sólo lo observó un instante, hizo una reverencia con la cabeza y dejó una pequeña caja sobre la humilde cama del muchacho (la caja contenía la ropa que había usado cuando lo encontraron, completamente reparada y limpia)—. Es cierto, no conoces mi idioma —murmuró él, más hablando para sí que para ella. Pero cuando la muchacha volvió a mirarlo a los ojos, él quedó mudo. Era una chica preciosa, de largos cabellos oscuros, ojos negros cautivantes y un rostro blanco digno de una hermosa divinidad. Se descubrió a sí mismo ruborizando y agachó la cabeza, observando su plato ahora vacío mientras se rascaba la nuca. Por alguna razón, se sentía culpable.
La muchacha nuevamente hizo una reverencia con la cabeza y se aprestó para salir de la tienda, pero cuando estaba a punto de hacerlo, la tela por donde se entraba a ésta fue echada a un lado violentamente por un hombre alto y musculoso que entró en la habitación de forma muy risueña, riéndose para sí mismo y con las mejillas muy coloradas; parecía estar borracho. El muchacho desconfió, ese hombre no le traía buena espina, para nada. El hombre, tambaleándose, dirigió con voz fuerte unas palabras para el muchacho que aún estaba sentado a la mesa y lo miraba con el cejo fruncido (el chico no entendió qué le había dicho), y luego volvió su atención hacia la muchacha, quien tampoco lo miraba con buenos ojos. El borracho le exclamó algo con su voz exaltada debido al alcohol, se rió a carcajadas y la tomó del brazo, jalándola contra su voluntad fuera de la tienda.
—¡Detente! —ordenó el muchacho ante el grito de disgusto que soltó la chica mientras era obligada a algo que no quería, y se levantó de golpe, haciendo caer la silla en la que había estado sentado. Sin embargo, el hombre ni se inmutó, no había entendido la orden y un muchacho tan pequeño, a sus ojos, no daba miedo. Amenazó al chico en su incomprensible idioma y se echó a reír nuevamente. El muchacho lo veía con rabia. El hombre nuevamente volvió a jalar a la muchacha, intentando sacarla de la tienda a la fuerza.
Sin poder soportarlo más, y sorprendiéndose a sí mismo, el muchacho dio un ágil salto desde su posición y plantó con fuerza su zapato en el rostro del borracho. Éste soltó inmediatamente a la chica y trastabilló, cayéndose de espaldas. Ambos jóvenes quedaron sorprendidos luego de esta acción: ella miraba con extrañeza al desconocido extranjero que la había “salvado” y él se miraba a sí mismo, preguntándose desde cuándo era capaz de lanzar tales patadas. Sin embargo, el muchacho no tuvo mucho tiempo para continuar haciéndose preguntas, pues el borracho se reincorporó rápidamente, alzó un brazo hacia él y lo tomó por la trenza que éste tenía en la parte trasera de su cabeza, lanzándolo a volar hacia el exterior de la tienda con la fuerza de un único brazo.
Un gran alboroto se produjo cuando el muchacho cayó de espaldas sobre el suelo del centro del campamento. Todas las personas, hombres, mujeres y niños, que hasta hace algunos segundos habían estado caminando de un lado a otro a través del campamento o conversando, bebiendo, apostando, jugando o simplemente haciendo nada frente a sus propias tiendas, ahora observaban el espectáculo que se estaba brindando frente a la construcción levantada exclusivamente para el extranjero. Nadie entendía qué pasaba, ni tampoco por qué aquel hombre fornido y borracho había salido de dicha construcción, dirigiéndose como un ariete contra el muchacho que recién comenzaba a levantarse, para golpeándolo con el hombro, provocando que se arrastrara en el piso de tierra blanquecina, deteniéndose un par de metros más allá, casi al llegar a la tienda que había frente a la suya. Las personas que observaron el hecho, pronto comenzaron a exclamar preguntas e insultos, pero el borracho no los tomó en cuenta, en su mente sólo estaba el extranjero que había osado golpearlo cuando el quería tomar posesión de su chica.
El muchacho se levantó rápidamente, y a la misma velocidad ponderó el daño que había recibido su cuerpo: su pecho le dolía un poco debido al golpe, pero nada más. Volvió a sorprenderse de sí mismo, pues no sabía que podía ser tan resistente. Sin embargo, nuevamente tuvo que dejar dichos pensamientos de lado, el borracho volvía a dirigirse hacia él para intentar imitar la misma técnica que había usado recién, pero esta vez el joven estaba preparado, y cuando el borracho llegó hasta él a gran velocidad para intentar golpearlo con el hombro, instintivamente saltó, apoyando dos dedos sobre la cabeza del sujeto para caer perfectamente de pie a su espalda. Todos los presentes quedaron sorprendidos, y el borracho aun más. Insultándolo en su idioma, volvió a reunir fuerzas, ganando energía debido a su ira, y comenzó a lanzar una y otra vez ágiles patadas a una gran velocidad, pero al muchacho no le hicieron mella; él sólo se limitó a esquivar una y otra vez las patadas que iban dirigidas hacia él, sonriendo altivamente. Quizás no recordaba de donde había aprendido todo lo que su cuerpo parecía no haber olvidado, pero estaba dispuesto a disfrutarlo.
Enfurecido, el borracho intentó tomar al muchacho por la parte superior de su traje, pero fue inútil, éste era demasiado rápido y esquivó su agarre con facilidad, volviendo a saltar sobre él, apoyando dos dedos sobre su cabeza, sin embargo, en esta ocasión el borracho fue más rápido, y cuando el muchacho estaba a un par de centímetros de tocar tierra, le dio una gran patada en el estómago, enviándolo en vuelo rasante hacia el cielo.
El muchacho quedó confundido debido al golpe. Quizás se había confiado demasiado. Lo único que ahora veía ante él era al inmenso firmamento azul del mediodía abrirse ante sus ojos. Sin la posibilidad de maniobrar su adormecido cuerpo para lograr una buena caída, esperó el golpe, sin embargo, cuando su cuerpo se curvó a pocos centímetros del suelo (con su cabeza en dirección al piso), observó por un segundo hacia su tienda: en la entrada estaba la muchacha, mirándolo con una mezcla de sorpresa y espanto en el rostro. No logró seguir observándola, pues de pronto sintió que su cuerpo se humedecía y su temperatura bajaba. No había caído sobre tierra firme, sino que dentro de un gran abrevadero.
El silencio se generalizó. Algunos se llevaron la mano a la boca, cubriéndola con sorpresa, y otros abrieron los ojos más de la cuenta, incrédulos. Del abrevadero no salió el muchacho japonés que recién había estado luchando ante ellos, sino que una pequeña muchacha de ropas empapadas, ojos azulados y cabello rojo carmesí que caía mojado sobre su cabeza. El muchacho... Es decir, la muchacha en forma perpleja observó su propio cuerpo, en especial la zona del pecho, y echó un poco hacia adelante la parte del cuello de su ahora muy suelto traje para poder mirarse mejor, soltando un gracioso grito con una bella voz de soprano que había nacido en su interior al percatarse de que ahora tenía un esbelto cuerpo femenino.
—¿Ca… Caminante? —la muchacha escuchó de pronto a su lado y volteó, aún incrédula. Reconoció a quien había musitado aquella pregunta, era el mismo hombre que la había (lo había) llevado cargando en la caravana. También se veía muy sorprendido, y sólo murmuró un nombre que el chico ahora convertido en mujer no recordaba, pero que se le hacía muy familiar— Jusenkyo…
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—Así que no recuerdas nada… —suspiró el hombre, llevándose una mano al mentón y cerrando los ojos como si estuviera meditando mientras caminaban.
—No, nada —respondió el muchacho, de nuevo en su forma masculina. Se sentía aliviado de que en todo ese campamento hubiera una persona que entendiera su idioma, y lo observaba, estudiando su aspecto. En el desierto no había podido mirarlo muy bien, además, su rostro iba cubierto por esa especie de sombrero árabe. Era un hombre un poco más alto que él, de aspecto serio pero amigable, de largos cabellos oscuros que le llegaban hasta un poco abajo de los hombros, sus ojos eran también de un fuerte color oscuro, y siempre se mostraban atentos y audaces. También vestía de blanco, con ropas similares a las que llevaba él. Aunque a decir verdad, en ese campamento TODOS vestían de blanco y TODOS llevaban ropas parecidas, hasta con el mismo tigre dibujado en la espalda de todas las vestimentas. Al muchacho eso lo tenía algo contrariado, aunque suponía que tenía que ver algo con el calor, pues en los espacios que había entre las separaciones de los maderos que conformaban los muros del campamento, se podía ver a lo lejos el desierto en el que había estado hasta hace algunas horas.
—¿Ni siquiera recuerdas tu nombre o cuándo obtuviste esa maldición de Jusenkyo?
—No, tampoco —respondió él, llevándose ambas manos a la nuca—, sólo recuerdo haber pasado días caminando en ese desierto sin tener idea de lo que estaba haciendo, nada más. Por cierto, ¿qué es eso de Jusenkyo? ¿Tiene que ver algo con que me convierta en chica?
El hombre aún se mostraba muy sorprendido, no sólo porque el muchacho japonés tuviera esa “cualidad” de convertirse en chica, sino también porque después de algunos minutos, ya superada la consternación, se lo había tomado con mucha naturalidad.
—Veamos… —dijo él, planeando cómo explicarle a ese extraño muchacho sin memoria qué era Jusenkyo— Jusenkyo es un remoto lugar que se encuentra en las montañas de Bayankala, está lleno de posas con aguas malditas y se dice que cuando una persona cae en una de esas posas, se convierte en algún ser viviente (porque no necesariamente son personas) que alguna vez se haya ahogado ahí. Supongo que caíste en una de las posas y por eso te conviertes en chica, ¿no?
—Uhm… —contempló el muchacho, haciendo una mueca. Le resultaba extraño, pero la historia le era familiar, aunque por más que lo intentaba no lograba recordar nada.
—De todas formas, me sorprendes —dijo el hombre.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Eres un japonés sin memoria que casi se muere en el desierto, llegas aquí y te peleas con el prometido de Balm, luego te caes en el abrevadero, te conviertes en chica y aún estás como si nada.
Pero el hombre se había equivocado, el muchacho ya no estaba “como si nada”, ahora lo miraba con algo de sorpresa.
—¿Ese grandulón es el prometido de esa chica? —preguntó incrédulo.
—Balm, muchacho, se llama Balm.
—Bueno, el prometido de Balm… Pero ¿cómo puede una chica como ella estar prometida a un sujeto como ése? —exclamó, sin poder creer que una mujer tan hermosa estuviera destinada a casarse con el borracho con el que había peleado.
El hombre que iba a su lado se rascó la nunca.
—Sinceramente, no tengo idea. La verdad es que también soy, por decirlo así, nuevo en este lugar.
—¿Cómo es eso? —preguntó el muchacho.
—¿Acaso no te extraña que sea el único que conoce tu idioma? —preguntó el hombre de vuelta.
El muchacho repasó esa pregunta en su cabeza. Era cierto, le daba gusto poder hablar con alguien que lo entendiera, pero no se había preguntado por qué ese alguien lo entendía.
—¿No eres de aquí?
—No —dijo el hombre—, soy un japonés como tú.
—¿Y qué haces aquí entonces?
—Entrenamiento.
—¿Eh?
—No me mires tan sorprendido. Lo más seguro es que no lo sepas (pues dudo que hayas podido preguntárselo a alguien), pero estás en el campamento provisorio de los Tigres del Desierto, un gran clan de artistas marciales de China.
—¿China? —exclamó el joven, sorprendido— ¿Estoy en China?
—Bien —dijo el hombre, sonriendo—, esa respuesta confirma una de mis sospechas: por alguna razón, aunque olvidaste todo tu pasado, tu cuerpo parece recordar cosas que tu mente no puede; artes marciales, distancia entre lugares, etcétera.
—¿Cómo es eso? —preguntó el muchacho, intentando entender de qué hablaba el hombre que caminaba a su lado.
—No lo sé, pero por eso estamos caminando. Nos dirigimos a la tienda de los Ancianos, los jefes de los Tigres del Desierto. También hablan japonés, y puede que sepan darte las respuestas que buscas… Y quizás hasta puedan enseñarte algo que tu cuerpo parece nunca haber aprendido —se sonrió nuevamente debido a que el muchacho le había levantado una ceja—. Modales, estoy hablando de modales —el hombre se detuvo en seco y se agachó levemente, haciendo una pequeña reverencia—. Es un placer, joven Caminante, mi nombre es Tomo Kazeme, de Japón.
El muchacho regresó la reverencia, pero no dijo nada. No tenía idea de cuál era su nombre.
 
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El muchacho guardaba silencio, sintiéndose algo aplastado por la “superioridad” (si es que no había mejor palabra para describirlo) de los tres ancianos frente a él.
Se encontraba en otra de las tiendas del campamento de los Tigres del Desierto, quizás la tienda más grande de todo ese lugar. Era como estar dentro de una gran recámara de algún palacio. Si bien el suelo continuaba siendo de esa arena blanquecina, estaba cubierto por una gran y adornada alfombra roja que iba desde donde estaban sentados los ancianos hasta la entrada de la tienda. En los “paredes” de aquel lugar habían grandes vasijas de un blanco oscurecido por el polvo que guardaban quizás qué cosa, y todas tenían un gran carácter chino de color rojo dibujado en el centro. También había lo que se podría llamar trofeos, estatuas de oro y plata con las figuras de animales exóticos y dioses de una cultura del lejano oriente. Si en verdad ése era sólo un campamento provisorio, entonces tendrían que hacer un gran trabajo cargando todas esas cosas de un lugar a otro en el inclemente desierto chino.
Tomo y el muchacho se mantenían arrodillados sobre la alfombra roja ya antes nombrada, en una solemne posición de respeto mientras la mirada de los tres ancianos los estudiaban. Estos tres seres, arrodillados sobre tres almohadones blancos, vestían atuendos de similares características a los que todos llevaban en aquel campamento, sin embargo, tenían una diferencia: cada uno de ellos vestía de un color distinto al resto, pues sus trajes eran de un color rojo como el fuego, como el ardor de los ojos en el tigre estampado en la espalda de las vestiduras. El primero de los ancianos estaba sentado a la izquierda, tenía una canosa y larga barba que le llegaba hasta el ombligo de su diminuto tronco. Sus oscuros ojos eran tan rasgados que parecían estar cerrados; el segundo, sentado al centro, tenía su rostro cubierto por un clásico sombrero oriental de paja. Sus rasgos no podían ser definidos en forma cierta, pues no se veían, y del sombrero sólo sobresalía el final de una delgada barba también blanca; el tercero, sentado a la derecha, poseía un su rostro carente de barba, sin embargo, tenía unas cejas blancas tan pobladas que si estuvieran en su mentón serían una barba quizás más larga que la de los otros dos ancianos juntos.
De pronto, Tomo y los ancianos comenzaron a entablar conversación, pero lamentablemente para el muchacho, dicha conversación se estaba llevando a cabo en el idioma que él no conocía, por lo que no podía entender gran cosa. Decidió esperar para ver qué pasaba y no tuvo que aguardar mucho hasta que Tomo hizo una gran reverencia, con ambas manos apoyadas sobre la alfombra roja y su cabeza agachada hasta tocar el piso entre ellas, agradeciéndoles algo. De pronto, el anciano del centro dirigió su mirada al joven, hablándole en un japonés muy fluido.
—Hemos accedido a hablar en tu idioma. Tomo dice que eres un Caminante, ¿es cierto?
Al muchacho esto lo sorprendió. Aún nadie le había explicado que era eso del caminante.
—Eh… Bueno… Yo… —dudó.
—Discúlpeme, Gran Señor —dijo Tomo, agachando la cabeza al dirigirse al anciano del sombrero de paja—, pero no le he explicado al muchacho aquí presente que es ser un Caminante, esperaba que ustedes en su gran sabiduría supieran darle las respuestas que él busca.
—Ya veo… —suspiró el anciano, tomándose la barba.
—Este muchacho tiene un gran potencial —inquirió el anciano de la izquierda, mirando al muchacho con gran interés a través de sus ojos rasgados.
—Y, sin embargo, también tiene una gran debilidad en su mente —agregó el anciano de la derecha, observándolo por debajo de sus cejas pobladas—. Ciertamente es un Caminante, victima del oscuro destino de los de su clase.
—¿Eh? —exclamó levemente el muchacho, haciendo una mueca con la boca. ¿De qué demonios estaban hablando?
El anciano del centro se levantó de su almohadón (con suerte habrá medido más de sesenta centímetros) y caminó hacia el muchacho. Ya frente a él, estudió su rostro y, para sorpresa del joven japonés que ya no sabía si quedarse tranquilo o sacárselo de encima de un golpe, el anciano puso su palma derecha sobre la cabeza del muchacho.
—Veo muchas cosas aquí… —dijo, como si estuviera estudiando un libro muy interesante—. Sin embargo, hay muchas cosas a las que no puedo acceder. Es como si en tu cabeza hubieran puesto un cerrojo, un cerrojo oscuro y peligroso, no es de extrañar que no tengas memoria.
—¿Qué significa eso? —preguntó el muchacho, atreviéndose a sacar la voz.
El anciano no respondió de inmediato, bajo la mirada de sus otros dos compañeros que no se habían movido de sus cómodos puestos, dio la espalda al muchacho y se levantó levemente el sombrero, mostrando los ojos sagaces de su arrugado rostro, llenos de sabiduría y que en ese momento parecían saber todo lo que estaba ocurriendo. Observó a los otros dos ancianos, que asintieron con la cabeza cuando él pasó la mirada ante ellos, y se sonrió.
—Significa que has sido víctima de las sombras —dijo el anciano, aún dando su espalda al muchacho—. No es algo fácil de explicar y mucho menos de aceptar, pero te diré lo que es un Caminante de las Sombras, uno de los de tu tipo. ¡Presta atención!
Y el muchacho tragó saliva, intentando mantener la seriedad de su rostro, preguntándose qué iba a ocurrir.
 
.: Parte 5 — Mensaje :.
 
Akane mantenía su mirada clavada en su tazón de té verde, haciendo rozar sus dedos contra el borde de la boca de éste. Ya había perdido la cuenta del tiempo que habían estado ahí, de rodillas ante la mesita del comedor de su hogar. Porque no estaba sola, no. Ryoga Hibiki, quien alguna vez fuera el máximo rival de su prometido, quien alguna vez fuera aguerrido, atento y amable, estaba arrodillado ante ella, al otro extremo del mueble de madera, sombrío, sin brillo en sus movimientos o en su rostro, como una vil imitación mal hecha de un muchacho que alguna vez, a pesar de vivir una vida llena de problemas, jamás se daba por vencido. Pero aun así, y le costaba convencerse, Ryoga estaba ante ella, con su mirada también clavada en su tazón de té, el cual ni siquiera había hecho el intento de tomar, con los ojos perdidos en el líquido que aquella pieza de greda contenía, pero con la mente perdida en pensamientos que iban más allá de los barrotes físicos de su cuerpo, un lugar al que Akane no lograba llegar. No entendía qué le pasaba a su gran amigo.
Quizás ya había pasado una hora desde que se lo encontrara en la calle, bajo la lluvia, con su rostro irreconocible y su cuerpo maltrecho. El muchacho, al verla en ese momento, hizo el gesto de querer retirarse, girar sobre sus pies y huir velozmente, pero ella había logrado detenerlo con el simple ruego de su voz. Pero luego de eso no había pasado nada. Habían caminado en silencio hacia la residencia Tendo, con ella atrapada, preguntándose si debía iniciar una conversación, y con él casi ausente, moviendo su cuerpo sin demostrar que era consciente de que lo hacía.
Akane quería hacer un nuevo intento por iniciar una conversación, quizás ya era la décima vez desde que se habían sentado frente a la mesita de aquella habitación de su casa, pero no sentía las fuerzas para hacerlo. Esa barrera que había sentido al ver a Ryoga la estaba deteniendo… más bien, atemorizando.
—Uhm… —murmuró sin poder expulsar el aire de sus pulmones.
No lo lograba, no había manera de que pudiera hablar así. ¿Qué estaba pasando? ¿Alguien la había hechizado para que su voz no saliera? ¿Qué había sido de esa Akane que no tenía miedo a decir lo que pensaba? ¿Qué había sido de ese Ryoga tan enérgico que siempre solucionaba los problemas que se le presentaban al frente (bueno, la mayoría), sin importar lo complicados que estos fueran?
—No te esfuerces, Akane —dijo una voz que la muchacha no reconoció al instante, pero que luego de unas milésimas de segundo comprendió provenían del muchacho ante ella.
—¿Eh? —soltó ella sin darse cuenta, levantando la mirada hacia su amigo. No parecía la voz de Ryoga, tan apagada, deprimida al extremo de significar nada.
—Hay mucho silencio, ¿no? —preguntó el muchacho, sin levantar la vista, sin parpadear, sin demostrar algún sentimiento que no fuera tristeza en su voz. Lo único que se escuchaba en toda la residencia era el chocar de los últimos azotes de lluvia que iban cayendo de las nubes rojizas del cielo nocturno que poco a poco comenzaba a aclarar.
—Ryoga… —murmuró Akane, intentando sopesar los mil sentimientos que comenzaban a invadirla, intentando comprenderlos. ¿Qué eran? ¿Sorpresa, tristeza, miedo? Estaba demasiado confundida para saberlo—. Ryoga… ¿estás bien?
El muchacho, por primera vez en lo que pareció una eternidad, hizo una mueca de sonrisa en su rostro. Akane no logró verla, pues Ryoga no había despegado sus ojos del tazón de té, pero de haberlo hecho, se habría espantado. Las arrugas que se habían formado en el rostro de Ryoga ante aquel penoso intento de sonrisa, le habían dado un matiz de oscuridad inmensa, como si fuera el rostro de una noche que se negaba a ceder su paso al día.
—¿Estar bien…? —murmuró él, más para sí que para la muchacha que lo miraba con asombro y preocupación—. Sí, supongo que estoy bien…
—Ryoga, ¿qué te…
—…ocurrió? —interrumpió el muchacho de la gastada cinta amarilla en la frente, terminando la frase que Akane había comenzado. Por fin, muy lentamente, como si el peso de su cabeza no permitiera que su cuello se alzase, levantó la mirada, viendo a la muchacha a la que alguna vez le había profesado un amor eterno, incondicional y secreto, con ojos extraños y fríos, idos y, en cierta forma, crueles—. Lo que me ocurrió no es lo importante, Akane —concluyó, sin cambiar el tono de su voz, un tono que no demostraba ni ganas ni angustia, ni amor ni odio.
—Pero, Ryoga… —Akane no podía evitarlo, por primera y única vez en su vida Ryoga le inspiraba miedo, un miedo profundo y amenazante, como si fuera una presa que acababa de ser divisada por su asesino.
—Ranma… —murmuró el muchacho, como si el simple hecho de pronunciar ese nombre lo desgarrara por dentro con el filo de mil espadas—. ¿Dónde está Ranma, Akane?
Akane no respondió de inmediato, ni tampoco lo hizo durante el minuto que pasó luego de que Ryoga formulara la pregunta. En su cabeza había mezcla extraña de sentimientos raros. Confusión, ansia, extrañeza… Miedo.
—Ryoga… —lo único que pudo hacer fue murmurar su nombre, casi sin hacerlo audible.
—Por favor, Akane —murmuró el muchacho al comprender que ella no iba a responder, y de pronto su rostro pareció mostrar un ligero rasgo de pavor y angustia, y su voz pareció desbloquearse de aquello que no la dejaba mostrar nada, adquiriendo cierto tinte de súplica—. Por favor, Akane —repitió—, necesito hablar con Ranma. Debo hablar con Ranma, Akane. Por favor…
La muchacha no supo qué decir. Estaba consternada, muda.
—Ranma… —comenzó, como si decir cada palabra fuera una lucha interminable contra una fuerza desconocida—… Ranma… no está aquí…
Y esas últimas palabras fueron para Ryoga como un fuerte golpe retorciéndole las entrañas. Su rostro se desfiguró levemente. Sus ojos se abrieron de par en par, casi como si quisieran comenzar a derramar lágrimas que ya no poseían.
—No está… —ponderó el muchacho en un murmullo, bajando la mirada tan lentamente como la había subido, y luego, con una voz apenas perceptible incluso para él, concluyó:—. Llegué tarde…
Akane no alcanzó a reaccionar para cuando Ryoga, con un movimiento demasiado ágil para el estado anímico que irradiaba, se levantó de la mesa, con su azotada sombrilla ya en la mano. Sin darle tiempo para decir palabra, caminó hacia el pasillo que había cruzando las mamparas del comedor, se protegió con la sombrilla y salió hacia el jardín que ya reflejaba el brillo pálido del amanecer. Akane sólo atinó a girar la parte superior de su cuerpo, siguiendo con la mirada al muchacho, preguntándose qué estaba ocurriendo.
Sin embargo, con su sombrilla cubriéndolo de los últimos torrentes de agua que intentaban someterlo, Ryoga se detuvo un momento, con su mirada nuevamente perdida, atrapada en el barro mojado a sus pies. Con su voz adornada por las sombras, con sus palabras casi deseando el llanto, le habló de manera muy lenta, sin siquiera voltearse para mirarla:
—Akane… tengo un mensaje para ti… —tomó un respiro y luego volteó lentamente hacia la chica a la que había amado durante eras. La contempló durante ese pequeño segundo: tan hermosa, tan cálida, y aunque sus ojos ahora demostraban algo de miedo hacia él, tan fuerte—. Por favor, pase lo que pase, nunca permitas que esos sueños te dominen.
Y así, dejando a Akane atónita, Ryoga dio un fuerte impulso y de un salto increíble salió de los terrenos de la residencia. Ella fue muy lenta, pues cuando salió al jardín para intentar alcanzarlo, él ya había desaparecido por completo.
Mis sueños…, pensó, ¿cómo sabe de mis sueños?
Y sin poder explicarlo, sin poder entenderlo, de pie, sola bajo el techo de nubes cada vez más entintadas por el pálido brillo del sol oculto tras ellas, sintió como rostro ya no sólo era empapado por la lluvia que caía en él, sino que ahora dos silenciosos hilos de lágrimas rodaban por sus mejillas. Sin haberse dado cuenta, una férrea defensa había sucumbido en su interior, dejándola desnuda ante la adversidad, extraviada en un mundo que cada vez conocía menos y en el que sólo podía hacer una cosa: llorar.
 
Sin que nadie la viese, la anciana Hatsue cerró lentamente la ventana de la habitación de Akane, desde donde había estado observando todo lo sucedido.
 
.: Parte 6 — Condena :.
 
—No puede ser —dijo incrédulo el muchacho.
—Pero así es, joven Caminante —insistió el anciano con una triste sonrisa en su rostro—. Un Caminante de las Sombras es aquel que ha sido marcado por el infortunio y la soledad, alguien que no tiene derecho a conocer la alegría y que sólo debe atenerse a cumplir con su destino. Oh, muchacho, a cuántos como tú he visto durante mi vida. Cuántas grandes y terribles historias se han escrito de aquellos que han sido marcados por la oscuridad, los que han caminado el mismo sendero que has comenzado tú, el camino de las sombras.
El muchacho de la coleta pasó del temor a la sorpresa, y de la sorpresa a la incredulidad. Se irguió levemente de la posición de respeto en la que estaba y, trayendo al presente un comportamiento que solía ser suyo en el pasado, exclamó con voz desafiante:
—¡No es más que una tontería! ¿Por qué debería ser yo uno de esos Caminantes? No tengo nada que ver con esto, ni siquiera sé qué estoy haciendo aquí. De hecho —se sonrío sarcásticamente—, si lo pienso bien, la verdad es que no sé nada, ¿por qué debería ser yo uno de esos sujetos de sus cuentos infantiles?
—¡Ten más respeto, muchacho! —exclamó el anciano sentado a la izquierda, dando una leve muestra de ira a través de sus ojos rasgados.
—Oye, cálmate —le dijo Tomo en un susurro, mirándolo sorprendido y atemorizado por la posible reacción de los ancianos ante tal provocación.
—¿No te dije que sería difícil de aceptar? —inquirió el anciano del sombrero de paja. El muchacho de la coleta soltó un bufido, pero el anciano decidió no prestarle atención y continúo hablando:—. Aunque lo que dices es cierto, no tienes idea de quien eres y en la inspección que hice de tu cabeza no pude rescatar tu nombre u otros datos de tu pasado. Si querías preguntarme algo de eso, lo siento, pero creo que no podré ayudarte.
—¡Ja! —espetó el muchacho, levantándose de golpe.
—¡Caminante! —exclamó Tomo. Se irguió también y tomó al muchacho de la muñeca, intentando tranquilizarlo, pero el se quitó su agarre de un tirón.
—¡No me llames así! ¡No soy un Caminante ni nada de eso! Venir aquí fue una pérdida de tiempo.
Y así, airado, el muchacho se giró para dar cara a la salida de la tienda, aprestándose a salir de ese lugar.
—Hace cientos de años… —comenzó a hablar el anciano, tomándose su sombrero de paja y sonriendo levemente, sin mostrar ni sorpresa ni enojo en su rostro. El simple sonido de su voz provocó que el muchacho detuviera sus pasos—, mucho antes de que se formaran los Tigres del Desierto, corrían muchas leyendas sobre seres con poderes extraños y malignos, personas capaces de detener con su simple mirada a ejércitos completos con tal de poder cumplir con sus fines. Te preguntarás si eran hechiceros u hombres de gran fortaleza física y mental. La verdad es que no eran ni lo uno ni lo otro. Eran aliados de la oscuridad, hijos del infortunio, como tú.
—Un momento, anciano —lo detuvo el muchacho, aunque ya nadie lo detenía por sus continuas faltas de respeto—, ¿quién dice que yo soy un hijo del infortunio? Le repito que no tengo nada que ver con esto.
—Jusenkyo —dijo el anciano con tranquilidad, volviendo a sentarse en su almohadón—. Tomo me contó que te transformaste en chica hace un buen rato. ¿Se te ocurre un lugar más desafortunado que Jusenkyo, muchacho? Tan sólo imagina cuántos sueños y vidas han sido rotos por esas pozas, imagina cuántas personas han maldecido sus vidas por quedar atrapados por la maldición de ese lugar. Aunque puede que Jusenkyo no sea más que una simple coincidencia desafortunada en tu vida, pero puedo decirte más: estás solo en un país que no conoces, sin tener consciencia de quién eres o de con quiénes estás, ¿te parece poco desafortunado eso, muchacho?
—Pero… —intentó rebatir el muchacho, siendo interrumpido por el anciano.
—No eres al primer Caminante al que veo, y te aseguro que no serás el último, y jamás he conocido a uno que acepte la verdad al instante o a alguno que no permita que la ira se apodere de él al conocerla. Es normal en los de tu tipo. Pero no te confundas, que seas un Caminante no significa que seas malo o perverso, eso es algo que deben decidir tú y tu consciencia.
—Pues yo no decidí convertirme en un Caminante. No pueden obligarme a ser algo que no quiero.
—Quizás puedas escoger qué quieres hacer, pero tu camino ya está decidido, eso no puedes evitarlo —continuó el anciano—. Ser un Caminante no es estar atado con cadenas que te prohíban pensar, por el contrario, puedes hacer lo que desees, pero siempre dentro de cierto margen.
“Durante centenas de años, como ya te he dicho, se ha hablado de los de tu tipo, personas que han decidido el futuro de muchos y que han condenado muchos otros. ¿Puedes imaginar el poder que poseían y el sufrimiento que llevaban en sus corazones al ver el dolor que causaban? Te has ganado un poder que nadie desea llevar, pero que es capaz de obrar cosas milagrosas, malignas, pero milagrosas.
—Yo no decidí tener este “poder”.
—Todavía no conozco a un Caminante que lo haya decidido, muchacho. No es uno el que busca el poder, pues quienes lo hacen no lo hallan, es ese poder el que lo busca a uno. ¿Por qué motivos? Nadie lo sabe, sólo sucede y ya.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer entonces? ¿Salir de esta tienda y comenzar a decirle a las personas qué hacer y qué no porque sino los hago sufrir? —el muchacho soltó una pequeña carcajada ante sus propias palabras.
—No es tan simple —respondió el anciano de la derecha, mirándolo tras sus pobladas cejas—. No creas que al ser un Caminante podrás vivir bien, eso te han estado intentando explicar y te niegas a la verdad. Ser un Caminante es estar condenado a sufrir durante el resto de tu vida, a hacer cosas que marchitarán tu corazón hasta el punto de destruirlo. Decidir guerras, ser grandes guerreros, haber sido considerados heroicos… sí, todos ésos eran calificativos dados a los Caminantes, pero nadie se fijaba en lo que había en sus corazones, un sufrimiento tal que hasta el hombre más valiente y fornido lloraría como un niño. Tú y los tuyos, aquellos a los que no recuerdas, están en un peligro mortal y te niegas a verlo, muchacho. ¿Acaso crees que una maldición tan poderosa sólo te cierne a ti? No, el sufrimiento que se alojará en tu corazón no sólo te afectará a ti, afectará a todos los que te quieren y a los que les importas. Es una maldición que no conoce fronteras, japonés, ni siquiera a tantas leguas de distancia podrán salvarse de lo que tú, y sólo tú, les provocarás.
El muchacho de la coleta lo miró como si el anciano estuviera chalado, pero no pudo evitar que su rostro se enseriase.
—¿Cómo sé que todo esto es cierto y no son sólo juegos para que tres viejos se diviertan a costa mía? Ya tengo suficiente intentando ordenar un poco las ideas en mi cabeza como para tener que soportar sus juegos, ¿saben?
Ante eso, el anciano del centro dirigió su mirada a Tomo y le hizo un asentimiento con la cabeza. El hombre se levantó de su posición y se dirigió hacia el muchacho de la trenza.
—Tranquilo —le dijo—, confía en mí.
Le desabotonó el traje que llevaba y bajó la parte superior de la vestimenta, dejando expuesto su torso desnudo.
—¿Qué haces? —preguntó el muchacho, contrariado.
—Mira hacia allá —le dijo el anciano del centro, señalando un espejo que había entre las vasijas.
El muchacho obedeció, sin entender qué querían los ancianos ahora, y se miró al espejo. Sus ojos se abrieron de par en par al ver su pecho. Parecía como si lo tuviera quemado, aunque a simple vista se veía intacto, con grandes grietas de piel oscura (quizás muerta) partiendo desde su pectoral izquierdo para ramificarse en todas las direcciones de su cuerpo, como un cáncer que deseaba consumirlo de a poco.
—¡¿Qué es esto?! —exclamó sorprendido.
—Es la marca de un Caminante de las Sombras —respondió el anciano del centro, bajando su sombrero de paja para que no se le pudiera ver el rostro—, tu condena de muerte… la condena de todos los que te aman.
 
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FIN DEL CAPÍTULO II
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Palabras del autor (originalmente escrita para ff.net):
Quería que este capítulo fuera el doble de extenso que este, pero un cambio de ideas repentino me llevó a plantearme ciertos cambios en la historia, dejando sucesos que iban a ocurrir aquí para los capítulos siguientes (en otras palabras, había cosas que se me estaban quedando en el tintero). Sin embargo, continúo esperando que les vaya gustando la historia, pues aunque está algo confusa (incluso para el escritor imaginar emóticon de risa aquí, por favor), me está gustando bastante… aunque admito que todavía falta un buen trecho que caminar para llegar a las partes más “sabrosas” de este fan fiction.
 
Quisiera disculparme por el tiempo de espera entre un capítulo y otro (cinco meses, ug…), pero como he dicho, he estado algo ocupado con mis estudios y todas esas cosas. Es por eso mismo, por tenerme ese aguante, que quiero agradecerles por acompañarme en otro capítulo. Y no deseo hacer promesas, pero intentaré apurar un poquito el tranco con esta historia, para que la próxima entrega no llegue tan tardía (aunque, como siempre digo, no puedo asegurar fechas, que después me culpan de andar mintiendo risas de nuevo).
 
También quiero agradecer por los cinco reviews que me han llegado (porque uno es mío… sí, lo sé, lo sé), pues recibir un buen review es el aplauso para el artista fan fictionero, por lo que se los agradezco mucho. Por cierto, saludos a Muren, que hace mucho que no sabía nada de ti (sí, me tienes más abandonado que…). Tan sólo espero que estés muy bien y que podamos reunirnos pronto para hablar de esas cosas de las que siempre hablábamos y que no puedo revelar aquí (muchos ojos mirando).
 
En fin, la historia continúa y yo debo seguir haciendo planes, así que de momento, nos vemos y espero verlos aquí en el capítulo tres.
 
KilyK